Educar en la Fe IV: El Sacramento del Bautismo

El bautismo es un sacramento instituido por Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, por el cual nacemos a la vida de la gracia, nos hacemos cristianos y miembros de la Iglesia. El bautismo es necesario para salvarse; así lo dijo Jesús: “El que no renaciere por el bautismo del agua y la gracia del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios (S. Jn. 3, 5). Sin embargo, al que se prepara para el bautismo (catecúmeno), si muere antes del sacramento, le basta para salvarse el deseo explícito de ser bautizado junto con el arrepentimiento de sus pecados y la caridad. También el martirio hace las veces del bautismo de agua y por eso se llama bautismo de sangre. En el caso de los niños que mueren sin poder recibir las aguas bautismales, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (1 Tm 2,4).

Por el bautismo Dios nos da la gracia santificante que nos borra el pecado original y todos los personales si los hay; también cancela todas las penas debidas por el pecado y nos infunde las virtudes de fe, esperanza y caridad y los dones del Espíritu Santo. La gracia santificante no es sólo ausencia de pecado, es la participación en la vida divina (2 Pe 1,4). Nos incorpora a Jesucristo y a su Iglesia. Al hacernos miembros del cuerpo místico de Cristo, el bautismo también nos hace partícipes de su función sacerdotal, profética y real. Y al hacernos miembros de la Iglesia, nos une a todos los demás cristianos y nos habilita para recibir los demás sacramentos. Este sacramento, además, imprime en nosotros un sello (carácter) que nos hace pertenencia de Cristo y herederos del cielo.

Llamamos a este primer sacramento de la iniciación cristiana con el nombre de Bautismo, en razón del rito central con el cual se celebra. Bautizar significa “sumergir” en el agua porque quien recibe el Bautismo es sumergido en la muerte de Jesús, el Hijo de Dios y resucita con él “como una nueva criatura” (2 Co. 5, 17). Se llama también “baño de regeneración y renovación en el Espíritu Santo” (Tt. 3,5), e “iluminación”, porque el bautizado se con-vierte en “hijo de la luz” (Ef. 5,8).

En la Antigua Alianza se encuentran varias prefiguraciones del bautismo: el agua, fuente de vida y de muerte; el arca de Noé, que salva a su familia por medio del agua; el paso del Mar Rojo, que libera al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto; el paso del Jordán, que hace entrar a Israel en la tierra prometida, imagen de la vida eterna. Estas prefiguraciones del Bautismo las cumple Jesús, el cual, al comienzo de su vida pública, se hace bautizar por Juan Bautista en el Jordán. Levantado en la Cruz, de su costado abierto brotan sangre y agua, signos del bautismo y de la eucaristía. Jesús instituyó el bautismo cuando Él mismo fue bautizado en el Jordán, y lo confirmó antes de su ascensión a los cielos, después de su Resurrección, cuando confió a los Apóstoles esta misión: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt.28,19).

La materia del bautismo es el agua natural que se vierte sobre la cabeza del bautizando en cantidad suficiente para que corra. La forma son las palabras que dice el ministro al mismo tiempo que derrama el agua sobre la cabeza: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Puede recibir el bautismo cualquier persona humana que no esté aún bautizada. Por derecho, los ministros ordinarios del bautismo son los obispos y los presbíteros y en la Iglesia latina también el diacono. Pero en caso de necesidad cualquier persona, sea hombre o mujer, hereje o infiel, puede bautizar. El que bautiza ha de tener la intención de hacer lo que la Iglesia hace al bautizar.

A todo aquel que va a ser bautizado se le exige la profesión de fe, expresada personalmente, en el caso del adulto, o por medio de sus padres y de la Iglesia, en el caso del niño. El padrino o madrina y toda la comunidad eclesial tienen también una parte de responsabilidad en la preparación al bautismo (catecumenado), y después en el desarrollo de la fe y de la gracia bautismal. La Iglesia bautiza a los niños puesto que, naciendo con el pecado original, necesitan ser liberados del poder del maligno y trasladados al reino de la libertad de los hijos de Dios.

El nombre es importante porque Dios conoce a cada uno por su nombre, es decir, en su unicidad. Con el bautismo el cristiano recibe en la Iglesia el nombre propio. Debe ser un nombre digno de un hijo de Dios y referiblemente el nombre de un santo, de modo que éste ofrezca al bautizado un modelo de santidad y le asegure su intercesión ante Dios.