Un acontecimiento inaccesible a la razón natural y que sólo es conocido por revelación de Dios es el hecho de la existencia de un solo Dios en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta realidad ha sido revelada por Jesús de Nazaret, lo que quiere decir, que incluso era desconocido en la fe de Israel, y que fue manifestada después de la Encarnación del Hijo de Dios y del envió del Espíritu Santo. No obstante, Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la Creación y en el Antiguo Testamento.
Jesucristo nos revela que Dios es “Padre”, no sólo en cuanto es Creador del universo y del hombre sino, sobre todo, porque engendra eternamente en su seno al Hijo que es su Palabra, “resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (HB 1, 3).
El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo; “procede del padre” (Jn 15,26), que es principio sin principio y origen de toda la vida trinitaria. Y procede también del Hijo (Filioque), por el don eterno que el Padre hace al Hijo. El Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo encarnado, guía a la Iglesia hasta el conocimiento de la “verdad plena” (Jn 16,13).
Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma operación. Pero en el único obrar divino, cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad.
Dios se ha revelado como “el Fuerte, el Valeroso” (Sal 24,8), aquel para quien “nada es imposible” (Lc1, 37). Su omnipotencia es universal, misteriosa y se manifiesta en la Creación del mundo de la nada y del hombre por amor, pero sobre todo en la Encarnación y en la Resurrección de su Hijo, en el don de la adopción filial y en el perdón de los pecados. Por esto la Iglesia en su oración se dirige a “Dios todopoderoso y eterno” (“Omnipotens sempiterne Deus…”).
La Creación es el origen de todos los designios de Dios; manifiesta su amor omnipotente y lleno de sabiduría; es el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo; es el comienzo de la historia de la salvación, que culmina en Jesús de Nazaret, el ungido (Cristo); es la primera respuesta a los interrogantes fundamentales sobre nuestro origen y por ello, de nuestro fin.
El mundo ha sido creado para gloria de Dios, el cual ha querido manifestar y comunicar su bondad, verdad y belleza. El fin último de la Creación es que Dios, en Jesucristo, pueda ser “todo en todos” (1Co 15,28), para gloria suya y para nuestra felicidad.
Dios ha creado el universo libremente con sabiduría y amor. El mundo no es fruto de una necesidad, de un destino ciego o del azar. Dios crea “de la nada” (-ex nihilo-: 2 M 7, 28) un mundo ordenado y bueno, que Él transciende de modo infinito. Dios conserva en el ser el mundo que ha creado y lo sostiene, dándole la capacidad de actuar y llevándolo a su realización, por medio de su Hijo y del Espíritu Santo.
No es fruto de una necesidad porque, Dios no necesita la Creación para nada. El lo llena todo, es completo, perfecto. El universo, la naturaleza, los animales… tienen un porqué y un para qué, que justifican su existencia. El orden existente en el mundo nos habla de la existencia de un fin y ello, manifiesta la necesidad de una inteligencia creadora, que como tal, no puede hacer las cosas a tontas ni a locas. Dios Padre vela la evolución del mundo, hasta su plena realización, junto con su Hijo encarnado, Jesús de Nazaret y del Espíritu Santo.