El debate internacional sobre la entrada de Finlandia y Suecia en la OTAN resulta demasiado precipitado y turbulento. Tanto, que desprecia consideraciones que deberían ser analizadas pausadamente, porque mete a Finlandia y Suecia en el mismo saco, como si su situación geopolítica fuera la misma cuando, en realidad, hay importantes diferencias entre ellas. Es cierto que ambos países son vecinos y escandinavos. Igualmente que, a lo largo de sus respectivas historias, han compartido muchos momentos. Coinciden, asimismo, en el diseño crucífero de su bandera nacional: cruz azul sobre paño blanco la finlandesa, y cruz amarilla sobre paño azul la sueca (bosquejo compartido con Dinamarca, Noruega, Islas Feroe, Islandia y Åland). A partir de ahí, van apagándose las similitudes. Desde el punto de vista físico la disparidad es patente. Finlandia tiene una larga frontera de 1.300 kilómetros con Rusia, mientras Suecia no toca ni tangencialmente a esta última. Finlandia, entre Suecia y Rusia, constituye, en la práctica, un estado tapón para Suecia, y no a la inversa. Finlandia tiene la mitad de los habitantes de Suecia (5,5 millones y 10,4 millones, respectivamente). Y, territorialmente, Finlandia es más pequeña que Suecia (338.000 km2 y 450.000 km2, respectivamente). Paradójicamente, lo que más diferencia a Finlandia de Suecia es, precisamente, lo que algunos consideran como su mayor similitud: la neutralidad. La de Finlandia era ―lo es oficialmente todavía―, una posición de no alineación, que data del final de la II Guerra Mundial. A este país, el haber jugado en el lado perdedor le costó la pérdida del 10% de su territorio y fuertes reparaciones de guerra en favor de la URSS, tajadas que Stalin, impasible el ademán, engulló sin más, además de dictar el no alineamiento de Finlandia, que ha durado casi ocho décadas. Parecía que Helsinki, por la pedagogía de los hechos, había asumido lo peligroso que supone tener que vivir, inevitablemente, a las puertas de una osera. Y, por ello, aun teniendo derecho al ejercicio de su propia soberanía, cuidó mimosamente una política de buena vecindad, para no irritar al oso: la conocida «finlandización». Una conducta que se ha apresurado a mudar, tras comprobar la firme respuesta de la OTAN y EE.UU. (perdón por la redundancia) a la invasión de Ucrania. Sin embargo, la neutralidad sueca es más genuina y militante. Suecia, desde el Congreso de Viena (1815), no ha participado en ninguno de los numerosos conflictos que han asolado a Europa. Pero sus fuerzas armadas han estado presentes en innumerables misiones de mantenimiento de la paz auspiciadas por la ONU. Suecia ha sido mundialmente reconocida como factor de moderación, de entendimiento, de albergue de refugiados y de compromiso activo con la paz. Ha mostrado, asimismo, una devoción especial por el humanitarismo. Por tanto, la entrada de Suecia en la OTAN no solo supondría una ruptura más dramática y profunda que la de Finlandia. Sería asimismo un grave perjuicio para las relaciones internacionales al perderse esa referencia negociadora, neutral e independiente, ese «hombre bueno» que tantos servicios ha prestado en favor de la paz. Algunos, interesadamente, argumentan que la adhesión a la OTAN de ambos países sería un paso lógico puesto que ya habían abandonado su neutralidad, en 1995, con su entrada, en la Unión Europea. Lo argumentan basándose en el artículo 42.7 del Tratado de la Unión, que especifica que «si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance, de conformidad con el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas». Prosa que, desgraciadamente, es tan ideal como increíble. Porque si fuera tan fácil y verosímil, ¿a qué las prisas, ahora, para ampliar la OTAN?

El debate internacional sobre la entrada de Finlandia y Suecia en la OTAN resulta demasiado precipitado y turbulento. Tanto, que desprecia consideraciones que deberían ser analizadas pausadamente, porque mete a Finlandia y Suecia en el mismo saco, como si su situación geopolítica fuera la misma cuando, en realidad, hay importantes diferencias entre ellas.

Es cierto que ambos países son vecinos y escandinavos. Igualmente que, a lo largo de sus respectivas historias, han compartido muchos momentos. Coinciden, asimismo, en el diseño crucífero de su bandera nacional: cruz azul sobre paño blanco la finlandesa, y cruz amarilla sobre paño azul la sueca (bosquejo compartido con Dinamarca, Noruega, Islas Feroe, Islandia y Åland). A partir de ahí, van apagándose las similitudes.

Desde el punto de vista físico la disparidad es patente. Finlandia tiene una larga frontera de 1.300 kilómetros con Rusia, mientras Suecia no toca ni tangencialmente a esta última.

Finlandia, entre Suecia y Rusia, constituye, en la práctica, un estado tapón para Suecia, y no a la inversa. Finlandia tiene la mitad de los habitantes de Suecia (5,5 millones y 10,4 millones, respectivamente). Y, territorialmente, Finlandia es más pequeña que Suecia (338.000 km2 y 450.000 km2, respectivamente).

Paradójicamente, lo que más diferencia a Finlandia de Suecia es, precisamente, lo que algunos consideran como su mayor similitud: la neutralidad. La de Finlandia era ―lo es oficialmente todavía―, una posición de no alineación, que data del final de la II Guerra Mundial. A este país, el haber jugado en el lado perdedor le costó la pérdida del 10% de su territorio y fuertes reparaciones de guerra en favor de la URSS, tajadas que Stalin, impasible el ademán, engulló sin más, además de dictar el no alineamiento de Finlandia, que ha durado casi ocho décadas. Parecía que Helsinki, por la pedagogía de los hechos, había asumido lo peligroso que supone tener que vivir, inevitablemente, a las puertas de una osera. Y, por ello, aun teniendo derecho al ejercicio de su propia soberanía, cuidó mimosamente una política de buena vecindad, para no irritar al oso: la conocida «finlandización». Una conducta que se ha apresurado a mudar, tras comprobar la firme respuesta de la OTAN y EE.UU. (perdón por la redundancia) a la invasión de Ucrania.

Sin embargo, la neutralidad sueca es más genuina y militante. Suecia, desde el Congreso de Viena (1815), no ha participado en ninguno de los numerosos conflictos que han asolado a Europa. Pero sus fuerzas armadas han estado presentes en innumerables misiones de mantenimiento de la paz auspiciadas por la ONU. Suecia ha sido mundialmente reconocida como factor de moderación, de entendimiento, de albergue de refugiados y de compromiso activo con la paz. Ha mostrado, asimismo, una devoción especial por el humanitarismo. Por tanto, la entrada de Suecia en la OTAN no solo supondría una ruptura más dramática y profunda que la de Finlandia. Sería asimismo un grave perjuicio para las relaciones internacionales al perderse esa referencia negociadora, neutral e independiente, ese «hombre bueno» que tantos servicios ha prestado en favor de la paz.

Algunos, interesadamente, argumentan que la adhesión a la OTAN de ambos países sería un paso lógico puesto que ya habían abandonado su neutralidad, en 1995, con su entrada, en la Unión Europea. Lo argumentan basándose en el artículo 42.7 del Tratado de la Unión, que especifica que «si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance, de conformidad con el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas». Prosa que, desgraciadamente, es tan ideal como increíble. Porque si fuera tan fácil y verosímil, ¿a qué las prisas, ahora, para ampliar la OTAN?