Educar en la Fe I: La celebración de la liturgia

En la celebración de la liturgia actúa el “Cristo total” (Christus totus), Cabeza y Cuerpo. En cuanto sumo Sacerdote, Él celebra la liturgia con su Cuerpo, que es la Iglesia del cielo y de la tierra. La liturgia del cielo la celebran los ángeles, los santos de la Antigua y de la Nueva Alianza, en particular la Madre de Dios, los Apóstoles, los mártires, y “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación razas pueblos y lenguas” (Ap 7, 9). Cuando celebramos en los sacramentos el misterio de la salvación, participamos de esta liturgia eterna.

El sujeto o persona que ejerce el culto litúrgico es en primer lugar Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, eterno y supremo Sacerdote, Pontífice máximo del culto. El es el Mediador entre Dios Padre y el hombre. Mediador de adoración, de acción de gracias, de petición de nuevos beneficios y expiación de nuestros pecados. El es el que ofrece el sacrificio y da al culto toda su excelencia. La Iglesia en la tierra, unida siempre a su Cabeza Cristo y animada por el Espíritu Santo, celebra la liturgia como pueblo sacerdotal, en el cual cada uno obra según su propia función: los laicos se ofrecen como sacrificio espiritual; los ministros (obispos y presbíteros), configurados con Cristo Cabeza por el sacramento del orden, actúan en nombre de Cristo (in persona Christi) y con su poder salvífico.

La Iglesia prescribe que para celebrar el culto oficial se practiquen ciertas ceremonias y se observen determinadas fórmulas y en ellas se sigan ritos y modos establecidos, a cuyo conjunto se le da el nombre de Liturgia. Así, la celebración litúrgica está tejida de signos y símbolos, cuyo significado, enraizado en la creación y en las culturas humanas, se precisa en los acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la Persona y la obra de Jesús de Nazaret.

Algunos signos sacramentales provienen del mundo creado (luz, agua, fuego, pan, vino, aceite); otros, de la vida social (lavar, ungir, partir el pan); otros de la historia de la salvación en la Antigua Alianza (los ritos pascuales, los sacrificios, la imposición de las manos, las consagraciones). Estos signos, algunos de los cuales son normativos e inmutables, asumidos por Jesús, se convierten en portadores de la acción salvífica y de santificación.

En la celebración sacramental las acciones y las palabras están estrechamente unidas. En efecto, aunque las acciones simbólicas son ya por sí mismas un lenguaje, es preciso que las palabras del rito acompañen y vivifiquen estas acciones. Indisociables en cuanto signos y enseñanza, las palabras y las acciones litúrgicas lo son también en cuanto realizan lo que significan. Los ritos y ceremonias pueden reducirse al lenguaje, cantos, gestos y actitudes. Del lenguaje se vale la Iglesia en los actos de culto, en los oficios divinos, administración de los sacramentos, predicación de la palabra, etc. La actitud del cuerpo es un reflejo de los sentimientos que embargan el alma en las funciones litúrgicas, por eso en ellos el cristiano ora de pie, de rodillas, postrado, inclinado o sentado.

Puesto que la música y el canto están estrechamente vinculados a la acción litúrgica, deben respetar los siguientes criterios: la conformidad de los textos a la doctrina católica, y con origen preferiblemente en la Sagrada Escritura y en las fuentes litúrgicas; la belleza expresiva de la oración; la calidad de la música; la participación de la asamblea; la riqueza cultural del Pueblo de Dios y el carácter sagrado y solemne de la celebración.

Respecto a las imágenes, la de Jesús, es el icono litúrgico por excelencia. Las demás, que representan a la Madre de Dios y a los santos, hacen también referencia a Jesús, el Hijo de Dios, pues en ellos es glorificado ya que son fruto de su acción redentora. Las imágenes frecuentemente proclaman lo que la Sagrada Escritura transmite mediante la palabra, y ayudan a despertar y alimentar la fe de los creyentes.