Nuestra vida se debe a Dios que nos ha creado por amor. Tenemos el deber de orientarla hacia Él porque sabemos que ahí está el secreto de nuestra felicidad, porque sabemos que Dios quiere nuestro bien. La forma de dirigir nuestra vida hacia Dios es vivir las virtudes teologales y, entre ellas, la fe que es como el fundamento de las demás y la fuente de la vida moral (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2087). Ella es el modo de responder a Dios como El se lo merece por nuestra parte. Decía Juan Pablo I que en la fe «no se trata sólo de creer las cosas que Dios ha revelado, sino de creerle a Él, que merece nuestra fe, que nos ha amado tanto y ha hecho tanto por amor nuestro».
La vida nos presenta muchos misterios: nuestro origen, nuestra maduración, nuestro destino, la misión que estamos llamados a realizar. Descubrir el sentido de todos estos misterios significa descubrir a nuestro Creador y Señor, y darnos cuenta de que Él está presente en todo y en todos para dar sentido a la vida del hombre. La virtud de la fe nos lleva a encontrar este sentido, y nos da la fuerza que nos impulsa a entregar la vida a Dios confiando en Él. Ella es sobre todo una conversión, una respuesta al llamado desde el Amor que Dios nos hace.
Vale la pena creer en algo firme, serio, fundamental que dé sentido pleno a nuestra vida. La fe es una respuesta a los interrogantes de nuestra existencia. En ella encuentro respuesta a mi origen porque sólo Dios puede crear una obra tan maravillosa como el alma humana. En ella encuentro respuesta a mi misión en esta tierra porque descubro que he sido creado para amar y dar gloria a Dios. En ella descubro mi destino porque sé que después de la muerte estaré junto a Dios en la felicidad eterna. En ella encuentro el sentido de todo, porque en todo puedo descubrir y entregarme a Dios.
Vale la pena tener una respuesta a las inquietudes de nuestro corazón. Tenemos un corazón grande que necesita amar y ser amado. Nuestro corazón no se puede contentar con amores pequeños, está hecho para amar a Dios, por eso encuentra su tranquilidad, su serenidad, su paz solamente en Dios.
André Frossard, un literato francés, convertido al catolicismo en su juventud, se preguntaba a sí mismo:
“Para qué sirve creer? Vemos con claridad para qué sirve no creer: para estar solo en esta tierra, que es la menos fija de todas las casas, y para no oír jamás otra voz que la propia en respuesta a las preguntas que el corazón plantea» (A. FROSSARD, Cuestiones sobre la fe).