Jesús de Nazaret, el hijo de Dios hecho hombre, durante su vida aquí en la tierra predicaba la Buena Nueva: el Evangelio; perdonaba los pecados; daba a los hombres la vida divina al mismo tiempo que la salud corporal; ofrecía al Padre el sacrificio de la propia vida para expiar todos los pecados del mundo. Quiso el Señor que, después de su Muerte, Resurrección y Ascensión a los cielos, algunos hombres continuasen su obra de reparación y de santificación, que predicasen como Él, que perdonasen los pecados en su nombre y administrasen los Sacramentos instituidos por Él para dar a las almas la vida divina de la gracia, y que ofreciesen el Santo Sacrificio de la Misa, para gloria del Padre Eterno y salvación de las almas. Estos son los poderes que trasmite Jesús por medio del Sacramento del Orden a todo el que lo recibe.
El único y verdadero sacerdocio es el sacerdocio eterno del Hijo de Dios que se hizo hombre para redimir a los hijos de Adán, mediante la oblación y sacrificio de su santísima Humanidad. Él, por la eterna consagración de Sí mismo, es el Altar, la Victima y el Sacerdote. Este sacerdocio único, perpetuo y universal, no ha querido ejercitarlo Él solo, sino que se ha escogido a otros hombres –comenzando por los doce apóstoles-, para que, consagrados en la nueva Ley, sean uno con Él, participen de su mismo sacerdocio y ofrezcan su mismo sacrificio. Los sacerdotes ordenados, en el ejercicio del ministerio sagrado, no hablan ni actúan por su propia autoridad, ni tampoco por mandato o delegación de la comunidad, sino en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia. Por tanto el sacerdocio ministerial se diferencia esencialmente, y no solo en grado, del sacerdocio común de los fieles, al servicio del cual lo instituyo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios.
El sacramento del Orden es aquel, mediante el cual, la misión confiada por Jesús a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Orden indica un cuerpo eclesial, del que se entra a formar parte mediante una especial consagración (Ordenación), que, por un don singular del Espíritu Santo, permite ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo de Dios en nombre y con la autoridad de Jesús, el Hijo de Dios.
En la Antigua alianza el sacramento del Orden fue prefigurado por el servicio de los levitas, el sacerdocio de Aarón y la institución de los setenta “ancianos” (Nm 11, 25). Estas prefiguraciones se cumplen en Jesús de Nazaret, quien, mediante su sacrificio en la Cruz, es “el único (…) mediador entre Dios y los Hombres” (1Tm 2, 5), el “sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb 5, 10). El único sacerdocio de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios se hace presente por el sacerdocio ministerial.
El sacramento del Orden se compone de tres grados, que son insustituibles para la estructura orgánica de la Iglesia: el episcopado, el presbiterado y el diaconado. Fue instituido por Nuestro Señor Jesús el Jueves Santo después de la institución de la Eucaristía cuando dijo a sus Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (S. Lc. XXII, 19). Después de la Resurrección los demás poderes sacerdotales, y muchas instrucciones sobre cada uno de ellos, que los Apóstoles fueron practicando sucesivamente, según las circunstancias y las necesidades que se presentaban. El mismo día de la Resurrección, por la tarde, en su primera aparición a los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, les dio el poder de perdonar los pecados, y mas tarde antes de la Ascensión, les mandó que predicasen en el mundo entero y bautizasen a los que creyesen (S. Mc. XVI, 15-16).
La dignidad sacerdotal es la más sublime que Dios ha concedido a los hombres sobre la tierra. Sus funciones y poderes superan a las de los mismos Ángeles, pues Jesús les confirió potestad soberana sobre su cuerpo real y su cuerpo místico: la Iglesia. En las manos del sacerdote se encarna continuamente Jesús, el Hijo de Dios en el mundo entero, como se encarnó en el seno virginal de María. En cuanto pastor de almas, es embajador de Dios y transmite a los hombres la Gracia y la gloria. Es el vicario del Amor de Jesús, es decir, el representante de la Caridad que procede de su Divino Corazón.