Andrés Kim, el primer sacerdote coreano cuya sangre consolidó la fe y la Iglesia en el país

Sirvió al Señor como sacerdote apenas un año y unos meses. En 1846 fue arrestado y trasladado a una cárcel en Seúl, donde permaneció tres meses hasta que, el 16 de septiembre, fue decapitado con apenas 26 años

«Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5,10). Estas palabras marcaron la vida de san Andrés Kim, el primer sacerdote coreano, que predicó un mensaje que desafiaba toda estructura social: la plenitud de la vida que nace de la fe en Dios.

En un país donde profesar la fe se castigaba con la muerte, Kim desarrolló su ministerio en la clandestinidad, arriesgando su vida a diario. A los 26 años, él y cientos de fieles entregaron su sangre, dejando un ejemplo que consolidó la Iglesia católica en Corea y enfrentó siglos de represión.

Una familia mártir

Andrés Kim nació en una familia de cristianos conversos marcada por el martirio: años antes, su bisabuelo había muerto por su fe, y cuando él aún era un niño, tuvo que afrontar la muerte de su padre por la misma causa. Su madre quedó obligada a sobrevivir en la calle, pidiendo limosna, mientras la represión religiosa golpeaba a Corea con dureza.

Fue en este contexto de clandestinidad y sufrimiento donde Andrés Kim recibió la llamada al sacerdocio, inspirado por el testimonio de Lorenzo Imbert, sacerdote francés que, tras años de misión en China, había llegado a Corea, asumiendo su ministerio en un territorio hostil, donde los cristianos llevaban cuatro décadas de persecución constante y las invasiones extranjeras alteraban la vida cotidiana.

Tan solo dos años después, en 1839, Lorenzo Imbert fue traicionado. Durante este periodo, había desarrollado su ministerio en la clandestinidad, pero finalmente fue detenido, sometido a durísimos interrogatorios y apaleamientos durante días, hasta que la muerte llegó a manos de un sable. En su martirio lo acompañaron los sacerdotes franceses Filiberto Maubant y Santiago Honorato Castan. Antes de morir, los tres escribieron cartas y memorias, preocupados por el destino de los cristianos en Corea.

Tras la muerte de sus mentores, Andrés Kim asumió la responsabilidad de continuar la labor misionera. En la clandestinidad, convocó a nuevos misioneros y veló por la continuidad de la Iglesia, asegurando que la fe que ellos defendieron no se extinguiera pese al peligro constante.

Valientes soldados en el campo de batalla

Andrés Kim sirvió al Señor como sacerdote apenas un año y unos meses. En junio de 1846 fue arrestado y trasladado a una cárcel en Seúl, donde permaneció tres meses hasta que, el 16 de septiembre, fue decapitado con apenas 26 años, junto a sus compañeros misioneros, diez catequistas y numerosos fieles.

Entre sus pertenencias se halló una carta escrita en coreano dirigida a sus fieles, en la que los alentaba a mantenerse inquebrantables: «En este difícil tiempo, para ser victorioso se debe permanecer firme, usando toda nuestra fuerza y habilidades como valientes soldados completamente armados en el campo de batalla».

La sangre de estos mártires, junto a la de más de cien cristianos coreanos, sigue siendo el cimiento de la Iglesia en Corea, un recordatorio del precio que costó preservar la fe en condiciones extremas.

Además de su labor pastoral, Kim fue cartógrafo y navegante autodidacta. Elaboró el primer mapa completo de Corea traduciendo los nombres locales al latín, ofreciendo a Occidente su primer registro geográfico comprensible del país.