El Papa centró su catequesis en uno de los momentos más dramáticos y misteriosos del Evangelio: el grito de Jesús en la cruz
Este miércoles la Plaza de San Pedro ofrecía una imagen muy distinta a la habitual. Bajo una intensa lluvia, cientos de paraguas y chubasqueros tiñeron de colores la multitud de más de 35.000 personas que, una vez más, abarrotaron el corazón del Vaticano.
En medio de este paisaje húmedo y fervoroso, el Papa León XIV centró su catequesis en uno de los momentos más dramáticos y misteriosos del Evangelio: el grito de Jesús en la cruz. Ese clamor que encierra todo —«¡Elí, Elí!, ¿lemá sabactani?»; «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»— y que, como explicó el Pontífice, condensa «dolor, abandono, fe y ofrenda».
Un grito fecundo
El Papa recordó que Cristo no muere en silencio, apagándose lentamente, sino que entrega su vida con un fuerte grito. Y ese clamor, señaló, no es desesperación, sino «sinceridad, verdad llevada al límite».
En sus palabras resonó un matiz profundamente humano: Jesús asumió nuestra experiencia de dolor y abandono, pero lo hizo desde la fe, mostrando que incluso en el silencio de Dios puede sostenerse una confianza «que resiste incluso cuando todo calla».
El Santo Padre subrayó que ese grito no fue inútil, sino fecundo. El clamor de Jesús rasgó el velo del templo, revelando que Dios ya no habita en lo inaccesible, sino que se muestra en el Crucificado. Y fue un pagano, el centurión romano, quien lo comprendió primero al confesar: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). «Es la primera profesión de fe después de la muerte de Jesús —explicó el Papa—, fruto de un grito que no se perdió en el viento, sino que tocó un corazón».

En un tono cercano, el Pontífice animó a los fieles a no temer su propio grito. «Un grito sincero, humilde, orientado al Padre, nunca es inútil», afirmó. Porque gritar —dijo— es un modo de permanecer vivos, de no apagarse en silencio, de seguir esperando cuando todo parece perdido. «Si nuestro grito es verdadero, podrá ser el umbral de una nueva luz, de un nuevo nacimiento», aseguró.
Jesús mostró en la cruz que el grito puede convertirse en oración y en esperanza: «Un grito nunca es inútil si nace del amor. Y nunca es ignorado si se entrega a Dios. Es una vía para no ceder al cinismo, para continuar creyendo que otro mundo es posible». Ese mundo posible, del que el Papa ya había hablado en la misa de clausura del Jubileo de los Jóvenes, se volvió especialmente tangible en los saludos finales en lengua italiana, cuando León XIV aseguró ante 35.000 fieles su oración por los jóvenes «para el don de una fe cada vez más madura».










