Caída y castigo del hombre

Dios creó al hombre y a la mujer y, los colocó en un lugar de la tierra, que era como un jardín fantástico, que comúnmente llamamos Paraíso terrenal o Edén, donde se hallaban reunidas todas las riquezas y encantos de la naturaleza. Los creó a Adán y a Eva en estado de gracia y de inocencia, y los enriqueció abundantemente con otros dones y prerrogativas naturales, preternaturales y sobrenaturales, que debían transmitir a sus descendientes. Los principales eran, además de la justicia original: la integridad o perfecta sujeción de las pasiones a la razón; la inmunidad de todo dolor y miseria; la inmortalidad del cuerpo y la ciencia infusa de las cosas naturales, proporcionada a su estado. Envidioso el demonio de la felicidad de nuestros primeros padres y aprovechando la libertad de que Dios les había dotado, y con ella, la posibilidad de desobedecerle, les tentó.

Si Adán y Eva no se hubieran alejado de Dios al desobedecerle, habrían sido completamente felices durante su vida en la tierra y sin pasar por las angustias de la muerte, hubieran ido después a gozar eternamente en el cielo de la vista de Dios, su Padre y Creador. Nos relata el libro del Génesis que el Señor Dios, dio a nuestros primeros padres (de quienes todos los hombres descendemos), el poder disfrutar de ese lugar maravilloso; pero les impuso una prohibición diciéndoles: “Podéis comer de todos los árboles del Paraíso, pero en cuanto a los del árbol de la ciencia del bien y del mal, que está en el centro del Paraíso, no lo toquéis, porque de lo contrario moriréis”.(Gen II, 15-17) Los puso ahí para que lo trabajasen y guardasen. Allí vivían felices, gozando de todas las riquezas y encantos de la naturaleza.

El demonio oculto bajo la forma de una serpiente, se acercó a la mujer y le dijo “¿Por qué no coméis de todos los frutos de este jardín? Eva le respondió: Comemos de todos los frutos de todos los árboles; pero Dios nos ha prohibido, bajo pena de muerte, que toquemos el árbol de la ciencia del bien y del mal. No moriréis, repuso el demonio; al contrario, el día en que comáis de ese fruto se abrirán vuestros ojos, y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” Eva tuvo la desgracia no sólo de dar crédito a estas falsas palabras y fijando su mirada en aquel fruto y, encontrándolo hermoso a la vista, juzgó que debía ser de un sabor exquisito: lo tomó, comió de él, dando luego a Adán que también comió.
En cuanto Adán hubo pecado, oyó la voz de Dios, que le llamaba y le preguntaba por qué había comido del fruto prohibido. Adán echó la culpa a Eva. Esta a su vez, dijo que la serpiente la había engañado, y entonces, el Señor maldijo a la serpiente. Enseguida anunció a la mujer que multiplicaría sus padecimientos y que estaría sujeta al hombre. Dirigiéndose a Adán, le dijo” “Porque has atendido más a las palabras de la mujer que a mi prohibición, maldita será la tierra por tu causa; comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de que fuiste sacado, pues polvo eres y en polvo te has de convertir”. Luego “avergonzados de su desnudez” se cubrieron con hojas y fueron expulsados del Paraíso terrenal. A la entrada del Paraíso puso Dios un Ángel con una espada de fuego para que no pudiesen entrar en él.

El relato recoge la esencia y maldad del pecado de nuestros primeros padres, para que los hombres, de todos los tiempos de la historia lo entendamos porque, es imposible, que podamos comprender, aquí en la tierra, el hecho concreto que acaeció. Adán y Eva cometieron un pecado de soberbia y de grave desobediencia. Este pecado en ellos fue personal; pero como eran cabeza del genero humano, su culpa es heredada por todos sus descendientes; y por eso se llama pecado original. Todos los hombres pecaron en Adán, dice San Pablo, y por causa de ese pecado todos nacemos privados de la gracia santificante. Solamente La Santísima Virgen María. Madre de Jesús, fue preservada de este pecado, por un privilegio especial y en virtud de los méritos de su Hijo, el Redentor.

Consecuencias del pecado original son: la pérdida de la gracia santificante y, por consiguiente, del derecho al cielo; la ignorancia, el desorden de nuestras pasiones, la inclinación al mal, las enfermedades y miserias de la vida (guerras, hambres, epidemias, catástrofes, etc.) y por fin la muerte.