Educar en la Fe XI: El Sacramento de la Eucaristía III

Al sacramento de la Eucaristía se le debe rendir el culto de latría, es decir la adoración reservada a Dios, tanto durante la celebración eucarística, como fuera de ella. La Iglesia, en efecto, conserva con la máxima diligencia las Hostias consagradas -Jesús en Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad-, las lleva a los enfermos y a otras personas imposibilitadas de participar en la Santa Misa, las presenta a la solemne adoración de los fieles, las lleva en procesión e invita a la frecuente visita y adoración del Santísimo Sacramento, reservado en el Sagrario. El altar es el símbolo de Jesús mismo, presente como víctima sacrificial (altar-sacrificio de la Cruz), y como alimento celestial que se nos da a nosotros (altar-mesa eucarística).

Para recibir la sagrada Comunión se debe estar plenamente incorporado a la Iglesia Católica y hallarse en gracia de Dios, es decir, sin conciencia de pecado mortal. Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar. Son también importantes el espíritu de recogimiento y de oración, la observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud corporal (gestos, vestimenta), en señal de respeto a Jesús, Hijo de Dios.

La sagrada Comunión, en quienes la reciben con fe y amor y luego la agradecen con humildad, produce frutos extraordinarios. Ante todo los une íntimamente con Cristo, ya que reciben su cuerpo y su sangre, y al unirse a Cristo se unen también con el Padre y con el Espíritu Santo. Lo dijo Jesús: “Como yo vivo por el Padre que me ha enviado, así quien me come vivirá por Mí y de mi propia vida (Jn. 6, 58). Esta unión con Cristo acrecienta en nosotros la vida de gracia, nos hace fuerte ante el pecado e incluso nos borra los pecados veniales, y nos prepara para la vida eterna. Por otro lado, la Eucaristía construye también la unidad del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, reforzando la unión espiritual entre los fieles que se alimentan con su Cuerpo y Sangre, según nos recuerda S. Pablo: Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, venimos a ser un solo cuerpo, pues todos participamos el mismo pan”. (1 Co. 10, 17).

Al aumentar en nosotros la gracia santificante, la Eucaristía nos da también gracias actuales para conservar y perfeccionar la vida sobrenatural. Es decir, infunde fuerza en el alma para que obre con alegría y prontitud en el servicio de Dios y para que se entregue con amor al servicio del prójimo, especialmente el más necesitado.

Los ministros católicos pueden administrar lícitamente la sagrada Comunión a los miembros de las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica, siempre que éstos lo soliciten espontáneamente y tengan las debidas disposiciones. Asimismo, los ministros católicos pueden administrar lícitamente la sagrada Comunión a los miembros de las comunidades eclesiales que no están en comunión plena con la Iglesia Católica, con las siguientes condiciones: que exista una grave necesidad, que ellos la pidan espontáneamente y manifiesten la fe católica respecto al sacramento. Obviamente en ambos casos, se requieren que tales personas tengan las debidas disposiciones, y que se evite el peligro de escándalo.

La Iglesia pide a todos los fieles que comulguen por lo menos una vez al año, y en peligro de muerte; pero desea y recomienda que comulguemos con la mayor frecuencia que podamos y si es posible todos los días. Después de comulgar hemos de permanecer unos minutos en conversación con el Señor que está dentro de nosotros o simplemente en silencio dejándonos quemar por el fuego de su Amor. La Eucaristía es prenda de la gloria futura porque nos colma de toda la gracia y bendición del cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Jesús sentado a la derecha del Padre, a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos.

P. Juan José Arrieta