Educar en la Fe VII : El sacramento de la Penitencia y la Reconciliación II

La llamada de Jesús a la conversión resuena continuamente en la vida de los bautizados. Esta conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que, siendo santa, recibe en su propio seno a los pecadores. La penitencia es así mismo, aquella virtud moral sobrenatural que nos lleva a detestar los pecados en cuanto son ofensa a Dios, junto con el propósito firme y eficaz de no volver a cometerlos, y expiarlos convenientemente para satisfacer la misericordia y justicia divina. Comprende cinco actos internos: odio al pecado en cuanto nos aparta de Dios; dolor de haber ofendido a Dios; voluntad de borrar el pecado; deseo de dar a Dios pago de nuestra deuda contraída por el pecado; y propósito eficaz de evitar el pecado en el futuro.

La penitencia interior es el dinamismo del “corazón contrito” (Sal 51,19), movido por la gracia divina a responder al amor misericordioso de Dios. Implica el dolor y el rechazo de los pecados cometidos, el firne propósito de no pecar más, y la confianza en la ayuda de Dios. Se alimenta de la esperanza en la misericordia divina. La penitencia puede tener expresiones muy variadas, especialmente el ayuno, la oración y la limosna. Estas y otras muchas formas de penitencia pueden ser practicadas en la vida cotidiana del cristiano, en particular en tiempo de Cuaresma y el viernes, día penitencial.

Jesús confió el ministerio de la Reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

La absolución de algunos pecados particularmente graves (como son los castigados con la excomunión) está reservada a la Sede Apostólica o al obispo del lugar o a los presbíteros autorizados por ellos, aunque todo sacerdote puede absolver de cualquier pecado y excomunión, al que se halla en peligro de muerte. Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, todo confesor está obligado, sin ninguna excepción y bajo penas muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto sobre los pecados conocidos en confesión.

Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la Reconciliación con Dios y, por tanto, el perdón de los pecados; la Reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; y el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano y aumento de la gracia si no llevamos pecados graves a la confesión. Como todos los Sacramentos, confiere la gracia sacramental propia de la Penitencia, que consiste en el derecho de recibir las gracias actuales necesarias para fortalecernos contra las recaídas, perseverar en el bien y llevar vida cristiana.

Es manifestación de auténtico espíritu de penitencia el hacer con frecuencia el acto de contrición perfecta, al acostarnos, después de cometer alguna falta y sobre todo, inmediantemente después de haber cometido un pecado mortal, con el propósito firme de confesarse lo antes posible.

Las indulgencias son la remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, cumpliendo determinadas condiciones, obtiene para sí mismo o para los difuntos, mediante el ministerio de la Iglesia, la cual, como dispensadora de la redención, distribuye el tesoro de los méritos de Jesús y de los santos.