‘Memorias españolas de África’: compatriotas que entregaron su vida al continente

Pocos blancos han visto cara a cara el rostro de Joseph Kony, señor de la guerra, el monstruo que desde 1987 ha secuestrado y convertido en soldados y esclavos sexuales a entre 20.000 y 40.000 niños africanos, según Unicef; el demonio que puso el nombre de Dios a una de las milicias más crueles y sanguinarias del corazón de África: el Ejército de Resistencia del Señor (LRA). José Carlos Rodríguez Soto, entonces misionero comboniano, es uno de ellos. También probablemente el único español que se ha asomado a los ojos de ese criminal de guerra, que un día se sentó en el otro lado de la mesa de unas negociaciones cuyo fin era devolver la paz a Uganda, el país donde Kony empezó a matar, secuestrar y violar.

Kony quizás fue el más sanguinario, pero desde luego no el único criminal con el que Rodríguez Soto ha hablado, casi siempre en la selva y sin más protección que la autoridad moral de la que aún disfruta la Iglesia Católica en África. Durante 18 años, cada pocas semanas, este religioso se reunía con una guerrilla en las selvas ugandesas para convencer a sus líderes de que dejaran las armas o, al menos, de que liberaran a los más vulnerables: los niños, las mujeres, los enfermos.

A veces con éxito, como aquella vez en que logró que un grupo armado liberara a 35 mujeres y niños que, tras años de torturas, no se fiaban ni de la comida que les ofrecían los misioneros. Pensaban que estaba envenenada. Otras veces, Rodríguez Soto escapó por un pelo a la muerte como aquel día en que el Ejército ugandés utilizó a los religiosos como cebo, los siguió “a traición” y abrió fuego mientras conversaban con los guerrilleros. Rodríguez Soto recibió un balazo en un brazo y permaneció secuestrado durante dos días con sus compañeros, uno de ellos un italiano septuagenario, en un barracón metálico, sin que sus captores les dieran ni agua para beber. Al enterarse de la noticia por la radio, la madre del misionero sufrió un infarto en España.

Esta historia de entrega al continente africano -primero como misionero y después como cooperante- es sólo una de las muchas de españoles consagrados a esa tierra, casi siempre en silencio y lejos de los focos, una memoria de España en el continente africano cuya huella estaba seguramente destinada a perderse en muchos casos. Hasta que, en 2012, Casa África decidió dar los primeros pasos del “Proyecto Memoria”, una iniciativa multimedia y en soporte web, presentada esta semana en Madrid, que aspira a homenajear a los españoles “que convirtieron África en el centro de sus vidas durante los siglos XX y XXI”, recalca Luis Padrón, director general de esa institución que trata de acercar España al continente africano.

Estas “Memorias españolas de África”, a las que se puede acceder en la web del proyecto, recogen entrevistas en vídeo a 55 españoles –casi todos misioneros pero también cooperantes– testigos de la historia de 32 países africanos, además de galerías de fotos, noticias, documentales, fichas y mapas de los países.

Los testimonios se enriquecerán con otros “en el futuro”, promete el director de Casa África, porque -afirma José Carlos Rodríguez Soto- muchos españoles viven y trabajan en África “desde hace años y años. De ellos nadie habla”.

Compartir la pobreza

Honorato Alonso es uno de ellos. Desde hace 35 años, este misionero vive y trabaja en Goma, capital de la región congoleña de Kivu Norte, escenario de las dos guerras del Congo (1996-2003) y feudo aún de decenas de grupos armados. José Carlos Rodríguez Soto lo describe como un “Vicente Ferrer sin publicidad”.

“Todas las mañanas, a las seis y media, Honorato coge su bicicleta y se va a la escuela que tienen allí los salesianos para dar clases de electricidad a los chicos. Yo tuve la suerte de trabajar con él con una ONG que se llamaba Red Deporte, con financiación pública de Castilla la Mancha, cuando aún había financiación de la cooperación española [España canceló su cooperación en Congo en 2013 a causa de los recortes]. Pusimos en marcha un centro de ayuda humanitaria para niños y jóvenes. Teníamos un dispensario gratuito, una clínica psicológica, campeonatos de fútbol y baloncesto, talleres para líderes sobre derechos humanos, derechos de la mujer (…) Honorato gana 200 dólares (161 euros) al mes, lo que le paga el Estado por las clases de electricidad. Cuando me vine a España, le ayudé a tramitar el billete de avión para visitar a su hermana en las vacaciones que se toma cada tres años. No tenía ahorrado ni para pagar el billete”.

Como Alonso, la enfermera franciscana Justina de Miguel, sabe lo que es compartir la pobreza: “[En 1974] fui a Níger donde había una sequía terrible; no sé cuántos años hacía que no llovía. Al llegar al hospital, fue el sufrimiento más grande que yo he pasado en mi vida, al ver tanta hambre y ver también mi pobreza. Yo nunca pensé que sería tan pobre como para no poder socorrer a estas personas. Se les daba a las madres una papilla de zanahoria para los niños y se la comían ellas porque se morían de hambre”, rememora.

Esta monja menuda que ya ha cumplido 80 años se emociona en la entrevista recogida en el Proyecto Memoria cuando afirma haber visto cosas que “no puede explicar con palabras. Cosas de la miseria, del hambre, los enfermos nos los llevaban ya muertos al hospital. No teníamos medicamentos y lo que teníamos que hacer era ver qué enfermos estaban menos graves para darles lo poco que teníamos. Fueron unos años muy duros y a la vez satisfactorios porque, como decía el hijo de un médico que trabajaba allí, si podéis salvar una vida, ahí queda”.

En “esta pobreza, la más grande que uno puede imaginarse”, esta enfermera vivió nueve años. Después ha luchado contra la mutilación genital femenina, ha devuelto la posibilidad de tener hijos a mujeres que la habían perdido a causa de la ablación,y trabajado con madres y niños vulnerables en Burkina Faso y Senegal. Hoy, sigue trabajando en la Pouponnière, un orfanato que acoge a 80 niños en Dakar.

“En África, yo he vivido experiencias de vida, no de muerte. Aprendí a renunciar a muchas cosas, porque lo más necesario es la vida, no tener cosas (…) Mi experiencia es que los pobres son los que más comparten”. Justina de Miguel tuvo que regresar a España en 1990, gravemente enferma después de sufrir varios episodios de malaria que le habían mermado la visión de un ojo. En 1996, insistió en volver a África.

Dos años bajo un árbol

Al mallorquín José (Pep) Campaner, empleado de una cadena de hoteles, un día su mujer le anunció que a sus cuatro hijos se iba a sumar una niña nigerina en acogida: Fátima, que estaba en la isla para recibir tratamiento médico. Esta pequeña tenía la cara desfigurada por una enfermedad cruel y desconocida en Europa: el noma o estomatitis gangrenosa, una enfermedad infecciosa causada por una bacteria que literalmente se come las partes blandas de la cara -labios, nariz, incluso ojos- de los niños. Si no se trata, mata a entre siete y nueve de cada diez menores que la contraen.

Cuando Fátima volvió a su país, Campaner la acompañó. Al llegar a Diffa, en el sureste de Nígereste padre de familia vio lo que era “la pobreza” y comprendió que la miseria estaba detrás de esta enfermedad que medra en los niños a causa de la falta de higiene y de una alimentación deficiente que afecta a su sistema inmunológico.

Aquella revelación, en 1996, lo convenció de que su destino se había cruzado con el de Fátima para que él ayudara a otros niños como ella. Así nació la Fundación Campaner, cuando Pep se instaló en Diffa, los dos primeros años bajo un árbol y durmiendo sobre una estera. Hoy, esta fundación gestiona un dispensario, un orfanato para niños enfermos de noma o VIH/SIDA y un colegio mixto al que asisten 546 niños. En estos años, la fundación ha construido 47 pozos de agua: “Cuando la gente del poblado tenía que recorrer treinta kilómetros para buscar agua, la reservaban para beber y cocinar y no se lavaban. Ahora, gracias a que su higiene ha mejorado, hay menos niños con noma”.

“En Diffa, los niños comen, pero siempre lo mismo: sorgo, pasta de maíz o la “boule”, una pasta hecha con harina y agua. No hay frutas ni verduras. Cuando cogen una gripe, se les forma un afta en la encía y [si cogen la bacteria] el noma empieza a comerse la carne. A veces el niño muere en 48 horas. Las heridas son horribles; la enfermedad destruye los labios y los dientes del niño quedan al descubierto, o bien desaparecen la nariz o los ojos y el niño queda ciego”, explica el cooperante.

El noma se trata con una dosis de penicilina que cuesta dos euros. El antibiótico detiene el avance de la enfermedad, pero los casos avanzados precisan cirugía plástica y reconstructiva, lo que requiere del traslado del niño a España.

La muerte en África no es como en Europa, ellos la tienen asumida, piensan que Dios lo ha querido, no luchan, se conforman ante ella. Los africanos no son como nosotros. Nosotros somos más capitalistas, buscamos más el bienestar. Ellos no piensan en eso y recorren kilómetros y kilómetros para encontrar comida. Me pregunto si nosotros seríamos capaces de hacer lo mismo”. Aún hoy, este mallorquín que ya es abuelo, pasa largos meses en Níger, y sólo se acuerda de que es blanco cuando ve su cara en el espejo: “Ya no sé si soy blanco o negro”.

Testigos de la historia

Pilar Cacho, soriana de nacimiento, también ha llegado a identificarse con Zimbabue, la tierra a la que llegó en 1969. Tras pasar allí más de 40 años, se declara “más zimbabuense que española”. En ese país en el que recaló cuando aún se llamaba Rodesia, Cacho creó una maternidad, fue responsable de un hospital y construyó pozos y redes eléctricas. En la Rodesia de aquellos años, esta enfermera vivió en primera persona la guerra civil y de independencia del Reino Unido en 1980. Otra misionera, Inmaculada Rodrigo, también puede relatar la historia reciente de Burkina Faso y de Mali, los dos países en los que ha pasado 45 años, y aún recuerda la llegada al poder en el primero de Thomas Sankara, el “Ché Guevara” africano, asesinado cuatro años después, en 1987, la rebelión tuareg en 2012 y la ofensiva yihadista en Mali.

En el caso del exmisionero Chema Caballero, que pasó 18 años trabajando con ex niños soldado en Sierra Leona, su experiencia no sólo es memoria viva de ese país, sino que también ha servido para se hiciera justicia. Caballero testificó en el juicio del Tribunal Penal Internacional contra uno de los instigadores de la guerra civil en Sierra Leona: el expresidente liberiano Charles Taylor, condenado a 50 años de cárcel por crímenes de guerra y contra la humanidad en su país y en Sierra Leona.