Conseguir dos tercios de votos de un colectivo tan complicado como el Sacro Colegio no es fácil, y en este que tenemos por delante hay que llegar a los 90. Creemos que ninguno de los papables de los que se habla tanto podrá llegar a estos números
Son días de confusión, de mucho ruido mediático que puede hacernos perder el norte. Las cosas van muy rápido, tanto que no somos capaces de asimilar todo lo que nos rodea y, mucho menos, de quedarnos con lo importante. Todos somos conscientes de que estamos en una encrucijada de la historia de la humanidad y de la Iglesia católica, y de que estamos buscando un Papa.
Vemos cómo algunos se mueven en las categorías de siempre, quizás porque no tienen otras: que si progresista, que si conservador; que si de un color o de otro; que si italiano o mejor de las periferias; que si un intelectual o un pastor; que si un buen predicador o un buen organizador… Podemos seguir hasta el infinito y mas allá. Todo esto no sirve para nada, son realidades muy humanas –demasiado– y, por eso mismo, muy poco sobrenaturales.
Conseguir dos tercios de votos de un colectivo tan complicado como el Sacro Colegio no es fácil, y en este que tenemos por delante hay que llegar a los 90. Creemos que ninguno de los papables de los que se habla tanto podrá llegar a estos números, y aquí entra la natural búsqueda de un candidato de consenso. Alguien que pueda ser aceptado por la inmensa mayoría del colegio; si es por aclamación, mucho mejor.
En el siglo XX tenemos dos casos de PapaPapa Santos de consenso: San Pío X y San Juan Pablo II. Nada mal; se ve que al Espíritu Santo le gustan estos criterios. Había otros candidatos, mucho más votados, pero el veto en un caso y la falta de número en el otro llevaron a fijar la mirada en perfectos desconocidos para los hombres, pero no para Dios.
Estamos muy seguros de que, entre los cardenales que se encerraran en la Sixtina, hay santos –en camino, como todos–; hombres que se han tomado en serio su fe y que la viven; quizás más de los que pensamos. Dios iluminará a los electores para que sean capaces de descubrirlos. Están ahí; solo hay que verlos con los ojos de la fe y dejar fuera los criterios humanos. No hay que buscar algo que agrade al mundo, sino el que Dios ya ha elegido y espera que seamos sabios para verlo. Hay veces que somos tan tontos que preferimos a Barrabás, aplaudimos como focas y despreciamos al Hijo de Dios.
Si tenemos un Papa Santo nos habrá tocado la lotería, todos los números. Los santos saben ver las cosas con los ojos de Dios y trascienden su tiempo, saben ver el futuro, saben ser fermento de unidad; saben dejar que sea Cristo el que se vea, saben desaparecer. Son ellos; no renuncian a su personalidad, siguen luchado con sus pecados, pero tienen muy claro qué son y para qué están.
Los medios están llenos de demasiadas estrategias humanas estos días que no sirven para nada; terminan en el cementerio, son hijas de la muerte. Necesitamos un Papa Santo, la Iglesia lo necesita, el mundo lo necesita y debemos rogar sin descansar para que Dios nos lo conceda, aunque no lo merezcamos.
Mientras rezamos por el eterno descanso del Papa Francisco, confiamos nuestras suplicas a la buena Madre que sabrá escucharnos: ¡Danos un Papa Santo!