Luis del Val: «Estamos a 8 de marzo y no tengo noticias de que haya dimitido Francina Armengol»

Estamos a 8 de marzo y no tengo noticias de que haya dimitido la presidenta del Congreso, Francina Armengol. Ayer, mientras la torrentera de las turbias aguas de la injusta impunidad orillaban la vergonzosa estafa del material sanitario, me vino a la memoria el rostro de una mujer, algo más joven que mi hija Calíope, mientras me contaba que su padre, médico, estaba a punto de jubilarse, que no le producía ninguna ilusión, y que nunca se jubiló, porque contrajo el covid, y murió antes de que las fechas burocráticas le empujaran al retiro involuntario y no querido.

No me lo decía con amargura, ni rencor. Me lo contaba como si intentara escudriñar, si esa fatalidad le había librado del trance melancólico, pero al alto precio de perder la vida. No es el único caso.

Según la Organización Médica Colegial de España, fueron 112 los que murieron en las trincheras de ese año, junto a quienes les ayudaban en la misma guerra, 76 sanitarios, que sufrieron el mismo castigo por trabajar para intentar que nosotros siguiéramos aquí. Me viene todo eso a la memoria, junto a aquellos atardeceres, donde salíamos a las ventanas a reconocer su coraje y su entrega, más allá de lo que obliga la responsabilidad profesional.

Y, luego, el olvido, esa capa de polvo con el que cubrimos lo desagradable para que la tristeza no nos impida sobrevivir, hasta que, de repente, entre esos héroes, entre esas personas ejemplares, se descubre que había otras más taimadas, más egoístas, más miserables, que hacían negocios con la vida y con la seguridad de los demás, porque para ellos la vida de los demás es el porcentaje de una comisión.

Dijo no hace mucho Francina Armengol -que todavía no ha dimitido- que no todos somos iguales. Y es cierto. Los hay que se entregaron como titanes, que no sabían que lo eran; ángeles con bata blanca y mascarillas inservibles, que no miraban el reloj hasta que la fatiga les vencía, porque nunca pudo con ellos otro factor; y había también canallas de barrio y ciudad, desaprensivos con traje de codicia, que hacían negocio, mientras los demás se desesperaban por no poder despedir a su padre o a su hijo.

Espero que no lo olvidemos, porque si olvidamos algo tan necesario y fundamental, estaremos enfermos de una epidemia mucho peor que el covid: la suicida indiferencia, esa que mata a cualquier sociedad.