Magallanes, Elcano y la primera circunnavegación del mundo

No es casual que los cronistas del Renacimiento comparasen el periplo iniciado por Hernando de Magallanes en 1519 y finalizado por Juan Sebastián Elcano en 1521, la primera circunnavegación del mundo, con los viajes de la mitología clásica. Francisco López de Gómara (1511-1566) escribió en su «Historia general de las Indias» (1552): «grande fue la navegación de la flota de Salomón, empero mayor fue la de estas naos del emperador y rey don Carlos. La nave Argos de Jasón, que pusieron en las estrellas, navegó muy poquito en comparación de la nao Victoria […]. Los rodeos, los peligros y trabajos de Ulises fueron nada en respecto los de Juan Sebastián». Lo acreditan las 46 270 millas marinas (85 700 km) que recorrió la Armada del Maluco en 1084 días. De los cinco buques que zarparon de Sevilla el 10 de agosto de 1519, solo regresó uno con dieciocho hombres, aunque unos pocos más consiguieron regresar posteriormente a España.

El arduo periplo alrededor del mundo, fruto de una iniciativa mercantil, auspiciada por la Corona, cuyo objetivo era reivindicar como posesión hispana las islas Molucas, única fuente de la especia más preciada, el clavo, dio por primera vez a los cosmógrafos, geógrafos y astrónomos de Europa una idea aproximada de las dimensiones de la Tierra, confirmó que los océanos Atlántico, Pacífico e Índico están interconectados y propulsó la primera globalización con el establecimiento de rutas comerciales entre los puntos más distantes entre sí del mundo. A su vez, puso en contacto directo a culturas que habían permanecido hasta entonces mutuamente ajenas, o acaso vinculadas por vía de rumores y noticias de viajeros, como Marco Polo, que llegaban a Occidente desdibujados o no se interpretaban de modo fehaciente –basta con observar el derroche de fantasía de los manuscritos iluminados del «Libro de las maravillas» del veneciano–. La primera circunnavegación, realizada en el marco de la competencia comercial entre Castilla y Portugal, tuvo la peculiaridad de que, por primera vez, se alcanzó las islas Molucas, ya exploradas por los lusos, navegando hacia el oeste. La armada de Magallanes bordeó las costas de la Patagonia, halló el estrecho bautizado con el apellido del marino al servicio del emperador Carlos y se adentró en el ignoto Mar del Sur, u Océano Pacífico, donde realizó los primeros hallazgos de una larga lista de descubrimientos españoles. El de mayor importancia fue el archipiélago de San Lázaro (las Filipinas), que se convertiría, al cabo de medio siglo, en epicentro de la colonización española de Asia.

El viaje fue arduo, una verdadera odisea en la que no faltaron motines, monstruos –cuenta Antonio Pigafetta, cronista de la expedición, que «seguían el rastro de nuestras carabelas ciertos peces grandes, que se llaman tiburones, que tienen dientes terribles y, si encuentran a un hombre en el mar, lo devoran»–; tampoco terribles tempestades, hambre, sed, enfermedades como el escorbuto, entonces apenas conocida, y fenómenos considerados sobrenaturales, como el fuego de san Telmo, que Pigafetta describe con suma viveza: «Aparecía en más de una ocasión el Cuerpo Santo, esto es, San Elmo, como otra luz entre las nuestras sobre la noche oscurísima; y de tal esplendor cual antorcha ardiendo en la punta de la gabia; y permanecía dos horas, y aún más, con nosotros, para consuelo de los que nos quejábamos».

18 hombres enfermos

Fue un viaje duro y una navegación peligrosa que la solitaria nao superviviente, la Victoria, logró completar gracias a la pericia de  maestre de la Concepción devenido en el jefe natural de la expedición tras la muerte de Magallanes a manos de nativos filipinos y la destitución del infame piloto mayor Carvalho, pues el siguiente en el escalafón, el alguacil Gómez de Espinosa, carecía de conocimientos náuticos. Pigafetta describe con laconismo el regreso: «Gracias a la Providencia, el sábado 6 de septiembre entramos en la bahía de Sanlúcar, y de los 60 hombres que formaban la tripulación cuando partimos de las islas Molucas, no éramos más que dieciocho, y estos en su mayor parte estaban enfermos. Otros desertaron en la isla de Timor; otros fueron condenados a muerte por delitos, y otros, en fin, perecieron de hambre». La Victoria, amén de 18 maltrechos y famélicos marinos llevaba en sus bodegas una preciada carga de clavo que cubrió por sí sola el coste de la expedición.