La vida real de los inmigrantes cuando no son portada

Nada va a ser peor que morir ahogado en el Mediterráneo o caer en manos de Boko Haram o Al Shabab. A partir de ahí, cualquier dificultad que se presente en la vida puede afrontarse con otro brío. El entusiasmo inicial de los 629 inmigrantes (123 de ellos son niños no acompañados) que llegan este fin de semana a Valencia a bordo del «Aquarius» después de conocer que el Gobierno de España permitía su entrada por «razones humanitarias» se materializará la madrugada del domingo, según calculan los expertos, dadas las adversas condiciones meteorológicas que se han encontrado en las últimas horas. Pero tras ese sentimiento inicial de alegría o, más bien, de alivio tras el varapalo de Italia al cerrarles sus puertos, comienza una andadura incierta y llena de obstáculos en la «acogedora» Europa. Lo prioritario serán los menores, que en un principio pasarán a algún centro de menores tulelado por la Comunidad Valenciana. Después, se estudiará el caso de cada adulto.

No todos obtendrán la condición de refugiado, un tratamiento muy complicado de conseguir y que está sometido a un riguroso análisis previo dado las extraordinarias condiciones que proporciona: cinco años de tarjeta de residencia y el Pasaporte Azul de la Convención de Ginebra. Después, podrían solicitar la nacionalidad. Sí pueden obtener de una forma más sencilla la condición de asilado, renovable cada seis meses. En cualquier caso, el Gobierno ya ha advertido de que se estudiará de forma individualizada la situación de cada uno. Porque el talón de Aquiles de los inmigrantes que llegan a España de forma irregular es conseguir «papeles» y muchos de los que ya han llegado en condiciones similares a los del «Aquarius» habían puesto el grito en el cielo al pensar estos días que el Gobierno iba a ser más «generoso» con ellos. «Sería discriminatorio», advierten desde una ONG de ayuda a senegaleses. Son cientos de miles los que a día de hoy aún malviven sin permiso de residencia, una «condena» que aboca a muchos a sobrevivir en condiciones límite. LA RAZÓN ha hablado con varios africanos que llegaron a España en situaciones de todo tipo. La mayoría en patera hasta las costas de Canarias y, después de pasar por distintas organizaciones de ayuda a inmigrantes, ahora se ven en la calle, de okupas, o en pisos hacinados. Desde esta ONG que trabaja en el centro de Madrid, no obstante, quieren lanzar un mensaje de esperanza para los 629 del «Aquarius»: «Aunque muchos quieran regresar a sus países porque no les ha ido bien, hay otros tantos que han conseguido un trabajo, han formado una familia y son muy felices en España». Eso sí, nadie esconde que comenzar el camino es duro. «Hay muchos que sufren estrés postraumático de por vida. Lo que han vivido hasta llegar aquí no se lo quita nadie».

Abu Harouna (Mauritano, 29 años)
«Si tienen profesión allí es mejor que se queden»
Abu llegó en patera a la isla de La Palma después de dos intentos fallidos. Era 2013 y habían pasado ocho días en el mar porque tuvieron problemas con el combustible. Aunque finalmente llegaron a tierra, recuerda a la perfección una fecha: 30 de junio de 2017. Ese día entró en el centro penitenciario de Segovia, según explica, «porque la vez que salió bien y llegamos, yo era el capitán de la embarcación». Cuando salió de la cárcel se enteró de que su padre había muerto y nadie le había avisado. De los doce que lograron poner pie en tierra firme después de la interminable travesía, en España sólo quedan tres. «Se han ido porque aquí no hay nada que rascar. Yo les diría a estos que llegan ahora que, si tienen una profesión allí, vuelvan a su país». Él era pescador en Mauritania pero aquí no le han ido bien las cosas. Vive de okupa y aunque le ayudó la asociación Karibu, ahora trapichea en la calle.

Bay Bakhe (Senegalés, 32 años)

«Veíamos en la tele que aquí había trabajo»

No se puede afimar que Bay sea un optimista pero su experiencia le dice que no hay un futuro prometedor para ningún inmigrante africano. Afortunadamente, no todos han tenido su suerte. Él también llegó con esa «mentalidad alegre con la que vienen los del “Aquarius”» pero, después de doce años, no aspira a una vida digna. Malvive en una plaza de Lavapiés junto a compatriotas y, además del «top manta» en temporada va de jornalero a la recogida de la oliva a Jaén. «Muchas horas y poco dinero», reclama. Pero qué es eso para este senegalés después de pasarse ocho días en el mar, cinco de ellos sin comida. «Era 2006. Salimos más de 90 personas en un cayuco y llegamos a Canarias». «A éstos les va a pasar como a nosotros: primero te acogen, luego te dejan en al calle». Dice que no le iba mal en Dakar: «Trabajaba de mecánico pero en la tele decían que España había trabajo. No fue así».

Courage (Nigeriano, 39 años)
«El problema no es Europa, es la situación de África»

Courage vino hace una década en avión desde Benin City, Nigeria, porque no veía allí un porvenir muy halagüeño. Uno de sus primos ya estaba en Madrid y trabajaba en una empresa importando motores; por eso conseguió un visado que hace mucho que caducó. Con un montón de sueños en la maleta y dejando una hija en África, llegó a Barajas en 2008, «justo cuando empezaba la crisis». A veces trabaja en carga y descarga pero a duras penas llega a los 420 euros que paga de alquiler en Parla y por eso va, cada mañana, a las puertas de un super de Alcorcón. Courage entiende la «felicidad» de los inmigrantes del «Aquarius» y les desea «suerte» porque «les queda mucho por sufrir». Cree que el «problema no es Europa, es África». «Allí, todo lo hace está corrupto: el Gobierno, la Policía…». Eso sí, reprocha que los «bancos suizos permitan a los dirigentes africanos acumular fortunas».

Madegene Demba (Senegalés, 28 años)
«Ellos todavía no saben todo lo que les espera aquí»

«Cada uno tiene su suerte», dice Madegene con una amplia sonrisa. Él ha tenido bastante, en comparación con otros compatriotas. Vino en 2009 en avión porque su padre se había casado aquí con una española. De Cantabria, donde vive su progenitor, se fue a Sevilla, donde un primo suyo le convenció para hacer venta ambulante. «Me puse en la plaza Nervión a vender gafas y calzoncillos pero no quiero esa vida, siempre corriendo de la Policía», dice. Después probó suerte en Barcelona, Ibiza y, finalmente, hace apenas dos meses que llegó a Madrid. «Me hablaron de Lavapiés, pero aquí somos muchos en la misma situación». No es tan pesimista como otros con respecto al porvenir de los 629 del «Aquarius» cuando pisen, al fin, tierras levantinas. «Cada uno tiene su destino, quién sabe, pero lo que es seguro es que no saben lo que les espera. Sus problemas no han acabado aquí».