«No sé qué hubiese sido de mí si no me hubieseis encontrado»

EL AGRADECIMIENTO DE UN NIÑO RESCATADO POR EL GEI

Son un referente en Europa. El Grupo Especial de Intervención es el último recurso de los Mossos d’Esquadra ante situaciones de alto riesgo. Secuestros, toma de rehenes u operaciones antiterroristas.

Formar parte de la élite no es fácil: en la última promoción fueron 14 los escogidos entre 400 aspirantes. Durante su formación ponen al límite su resistencia física y mental

«Muchas gracias por rescatarme y salvarme. Espero que tengáis mucha suerte en vuestro trabajo, sois unos verdaderos héroes, arriesgar todo por mí… Cuando os escuché y me hablasteis sentí mucha alegría, porque me sentí libre». Es la carta de agradecimiento de Kevin a los integrantes del Grupo Especial de Intervención (GEI). La unidad de élite de los Mossos d’Esquadra liberó al pequeño de 11 años en 2012, tras permanecer secuestrado tres días en un piso de Barcelona. Sus captores exigieron un rescate de 5 millones de euros y habían dado instrucciones claras de cómo actuar en caso de que su plan se torciese: «trocear al gato». El «gato» era el niño.

Cuando los operativos entraron en el piso de la calle Trajà, localizaron a Kevin atado de pies y manos en una habitación a oscuras. Sus técnicas de asalto y registro en domicilios –que aseguran en pocos segundos– son un referente para el resto de grupos de intervención en Europa. Ese momento, el de la entrada, es el de mayor tensión: no saben qué encontrarán al otro lado de la puerta. «Tranquilo, somos policías», le dijo al menor uno de los agentes del grupo de élite, mientras otro cortaba las bridas de sus extremidades con una navaja. «¿Cómo estás? ¿Te duele algo? Te llevamos con tus papás, ¿vale? No te preocupes, a los malos ya los hemos cogido».

El rapto lo ideó un compañero de prisión del padre, condenado por narcotráfico, al creer que contaba con un gran patrimonio para abonar el rescate. Los captores llegaron a decir al niño que, si no se portaba bien, le cortarían la lengua. «No sé qué hubiese sido de mí si no me hubieseis encontrado», reza la cuartilla cuadriculada que días después entregó en mano a sus rescatadores y que éstos guardan, enmarcada, en su cuartel general, el complejo central del Cuerpo en Sabadell (Barcelona). La carta comparte espacio con una de las trampas incautadas en una plantación de marihuana, ubicada en una zona de difícil acceso. Una rama con decenas de clavos, que localizaron camuflada entre la maleza. También una placa que reconoce su actuación para liberar a la mujer del cónsul de Mali en Barcelona, quien, en marzo de 2018, fue retenida en un despacho del consulado por un individuo que exigía que le arreglasen los papeles para regularizar su situación en España.

Un operativo junto al GOES de la Policía Nacional que, tras horas de negociación del grupo de secuestros, culminó cuando el grupo de intervención aprovechó un momento de confusión para lanzar por un lateral una granada aturdidora. «Cuando estalla hace mucho ruido. El secuestrador se quedó bloqueado y entonces aprovechamos para liberar a la víctima y detenerlo», recuerda el subinspector al mando del GEI. Además del ruido, esta granada emite un destello de luz que activa todas las células fotosensibles de la retina, imposibilitando la visión durante varios segundos. Se utiliza para distraer a una potencial amenaza sin resultado lesivo.

Ese es siempre el objetivo: realizar una intervención con precisión quirúrgica, por eso formar parte de la élite significa haber culminado unos dos años de entrenamiento, en los que, además de adquirir capacidades técnicas –explosivos, manejo de armas largas, escalada–, durante 15 días, ponen al límite su resistencia física y mental: hambre, frío, sueño y, por encima de todo, control emocional. Son pocos quienes lo consiguen. En la última convocatoria, de los 400 aspirantes que se presentaron para cubrir 24 plazas, solo 14 superaron las pruebas. Entre ellas, ser lanzados al agua atados de pies y manos. «Deben tener la capacidad de salir, de intentar resistir y adaptarse a un medio complejo con los movimientos limitados», explica a este diario su mando, que pide no desvelar su identidad. Lo mismo para la claustrofobia o el vértigo: un circuito de tubos a oscuras para simular zonas de espeleología con pasos muy estrechos, o hacer ‘puenting’.

Los instructores les aprietan. «Creo que no sirves para esto, déjalo, aún estás a tiempo». Una vez superadas las pruebas, los aspirantes realizan el curso de especialización, es decir, se sumergen ya en los contenidos operativos, los recursos y material que emplea la unidad, y comienzan a trabajar todos los escenarios que a nivel de intervención se pueden encontrar. Culminados esos seis meses, llega el año de prácticas. Superado, se integran, poco a poco, en los grupos operativos, que están en continua evaluación.

Cohesión

No hay edad límite siempre que se superen los controles pertinentes. De hecho, aunque no está en primera línea, ahora el agente de mayor edad supera los 60 años, la mitad de ellos como miembro del GEI. «La experiencia es un grado», recalca el subinspector. Parece evidente, pero formar parte del grupo pasa por saber hacer equipo. «En intervenciones reales dependes de los que tienes al lado». Su efectividad –y su vida– depende de su cohesión y la confianza es clave. Gran parte del tiempo lo pasan entrenando, aunque su media anual de operativos ronda el centenar –muy por encima de otras unidades de élite–. Además de secuestros, tomas de rehenes o antiterrorismo, también preventivos, como protección de personalidades o traslado de presos peligrosos. Muchos de sus despliegues, quizá los que les han resultado más complejos, no han copado titulares. Detenciones de narcotraficantes, o de grupos organizados, dedicados a la extorsión, como cuando en 2018 rescataron en Reus a uno de sus rehenes del maletero de un vehículo. Le habían amputado varios dedos de una mano.

El pasado diciembre, el equipo operativo recibió un aviso. «La sala comunica que ha habido un tiroteo, sin más información, y que el autor había huido», recuerda el subinspector. El grupo se moviliza y, durante el trayecto, escuchan por la emisora que el pistolero había disparado contra los mossos que habían desplegado un control en la carretera para darle el alto.

Un testigo les informa de que el individuo se ha refugiado en una masía de Riudoms. Tras coordinar la intervención con el jefe de región, confirman que se trata del pistolero y establecen un perímetro para que no pueda escapar. «Tenía varias armas, cargadores», cuenta el mando. El sospechoso, Eugen Sabau, no sabía aún que la Policía estaba allí. Intentaron contactar con él vía móvil, pero no funcionó. «Entonces preparamos un operativo para detenerlo. Cuando ve que estamos allí empieza a disparar y nos vemos obligados a responder», explica el responsable del GEI. Los operativos se aproximaron hasta la barricada donde se había atrincherado, comprobaron que estaba herido y realizaron la primera intervención para salvarle la vida con torniquetes hemostáticos. En poco segundos, el servicio de emergencias –los ORCA– les tomó el relevo.

Sabau, viilante de seguridad, disparó contra tres excompañeros de su empresa y un mosso. No se le podrá juzgar por las tentativas de homicidio de las que estaba acusado, porque a finales de agosto se le aplicó la eutanasia que solicitó.

En 2001, fue una alerta en el ‘busca’ –un mensatel– la que movilizó al grupo de intervención para dar caza a Brito y Picatoste. Así lo recuerda el subinspector, por aquel entonces aún novato en la unidad de élite.

Junto a sus compañeros, pasó horas camuflado en un agujero que habían hecho en el suelo, a la espera de los presos, que durante una huida que duró 33 días, dispararon contra dos mossos –heridos de gravedad–, mataron a un chico y violaron de forma salvaje a la novia de éste.

Como si su mente se hubiese trasladado hasta la caseta de peón caminero en la sierra de Collserola, donde detuvieron a los fugitivos, el jefe del GEI apunta: «Con la tecnología que tenemos ahora podíamos haber vigilado el perímetro, por ejemplo desde el aire, con un dron». De los minutos previos al arresto, recuerda: «Tenían las armas que habían robado a los agentes que hirieron. Primero vimos aparecer a uno, pero faltaba el otro. Tu primera reacción es detenerlo, pero tienes que esperar». Ese es el ADN del GEI.

Cuentan con la admiración de sus compañeros. Pero no solo son el orgullo del Cuerpo, sino también un referente para otros grupos de intervención, con los que intercambian técnicas y conocimientos, como el SEK alemán. «Activarlos significa que la cosa se ha puesto fea, pero cuando llegan es como si hubiese llegado la caballería», ejemplifica un mosso. ‘Vis et honor’, que reza su lema.