Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su Madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo eterno de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta.
El Evangelio muestra frecuentemente a Jesús en oración. Lo vemos retirarse en soledad, con preferencia durante la noche; ora antes de los momentos decisivos de su misión o de la misión de sus apóstoles. De hecho toda la vida de Jesús es oración, pues está en constante comunión de amor con el Padre.
La oración de Jesús durante su agonia en el huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la Cruz, rebelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre quien las acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos.
Si nosotros nos unimos a la llamada constante que Jesús nos hace a cada uno, para que oremos con ÉL, en cualquir circunstancia de nuestra vida: en el éxito o en el fracaso, en el trabajo, en el deporte, en las relaciones con nuestros prójimos,etc., nuestra oración surgira fácil y espontanéa. Sólo es necesario, hacer consciente la presencia de Jesús en nosotros o junto a nosotros, con el Espíritu Santo, para que, fruto del amor, surja espontanea la conversación con el Señor que nos invita a que juntos nos dirijamos al Padre, que siempre nos escucha.
Jesús nos enseña a orar no solo con la oración del Padre nuestro sino también cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas para una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; y la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación.
Nuestra oración es eficaz porque está unida mediante la fe a la oración de Jesús. En Él la oración cristiana se convierte en comunión de amor con el Padre; podemos presentar nuestras peticiones a Dios y ser escuchados: «Pedir y recibireis, para que vuestro gozo sea colmado» (Jn16,24).
La oración de María se carazteriza por su fe y por la ofrenda generosa de todo su ser a Dios. La madre de Jesús es también la Nueva Eva, la «Madre de los vivientes» (ef.Gn3,20): Ella ruega a Jesús su Hijo, por las necesidades de los hombres.
Además de la intercesión de María en Caná de Galilea, el Evangelio nos entrega el Magnificat (Lc 1, 46-55), que es el cántico de la Madre de Dios y de la Iglesia, la acción de gracias gozosa, que sube desde el corazón de los pobres porque su esperanza se realiza con el cumplimiento de las promesas divinas.