Educar en la FE XII: El Sacramento del Matrimonio I

Dios, que es Amor, creó al hombre por amor y lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha capacitado para establecer el vínculo sagrado del matrimonio, íntima comunión de vida y amor entre ellos, “de manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6). Dios ha creado el matrimonio y lo ha bendecido y dijo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). La alianza matrimonial del hombre y de la mujer, fundada y estructurada con leyes propias dadas por Dios, esta ordenada por su propia naturaleza a la común unión y al bien de los cónyuges, y a la procreación y educación de los hijos. Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial, por ser total, es indisoluble: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10,9).

Al contraer matrimonio válido, los contrayentes adquieren el compromiso de amarse mutuamente, con amor sincero, total e indisoluble. Por ello los esposos se comprometen a guardarse mutuamente fidelidad conyugal; a soportarse mutuamente con paciencia y vivir en paz y concordia; ayudarse en sus necesidades espirituales y corporales; a aceptar a los hijos, y los problemas que ocasionan, confiando en su Providencia; y a educar cristianamente a los hijos. No basta traer hijos a este mundo, es deber de los padres educarlos humana y cristianamente como hijos de Dios, hermanos de Jesús, futuros ciudadanos del Cielo.

A causa del primer pecado, que ha provocado también la ruptura de la comunión del hombre y de la mujer, donada por Dios, la unión matrimonial está frecuentemente amenazada por la discordia y la infidelidad. Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, no abandona al hombre y a la mujer, sino que les concede su ayuda para que puedan realizar la unión de sus vidas según el designio divino original. Por ello Jesús lo elevó a la dignidad de Sacramento.

El matrimonio es un sacramento instituido por Jesús, el Hijo de Dios, para santificar la unión del hombre con la mujer. Es una alianza sagrada por la que ambos se comprometen a amarse y ayudarse con amor total y definitivo, y de esa forma alcanza la realización personal y llegar al cielo. El sacramento, pues, santifica a los esposos, les da gracia necesaria para amarse mutuamente, abrirse a la vida y educar los hijos que nazcan de la unión conyugal.

En el Antiguo Testamento Dios ayuda a su pueblo a madurar progresivamente en la conciencia de su designio original sobre el matrimonio, iluminándolo para que comprenda que el amor conyugal es exclusivo e indisoluble. La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel prepara y prefigura la alianza entre Cristo y su esposa, la Iglesia. Jesucristo no sólo restablece el orden original del matrimonio querido por Dios, sino que otorga la gracia para vivirlo como sacramento, es decir, como signo del amor esponsal que él tiene a su Iglesia. “Maridos, amad a vuestras mujeres como Jesucristo ama a la Iglesia” (Ef 5, 25).

El matrimonio cristiano es uno, es decir, que la alianza esponsal, por ser signo de amor total, no pude hacerse más que entre un solo hombre y una sola mujer. Excluye plenamente la poligamia. Es indisoluble y no pude romperse sino con la muerte de uno de los dos cónyuges. Entre cristianos, el matrimonio verdadero y legítimo tiene que ser sacramento. Entre cristianos no se puede separar el contrato matrimonial del sacramento. El contrato matrimonial solo, sin sacramento, es solamente válido entre infieles o no bautizados, porque ellos no pueden recibir el sacramento. El matrimonio civil no es sacramento.

Para contraer lícitamente el sacramento del matrimonio es necesario estar en gracia de Dios e instruidos en la doctrina cristiana. No es sacramento obligatorio, sino voluntario.