La trilogía de valores fundamentales para vivir una autentica vida humana en libertad, se completa con la obediencia. Sinceridad, orden y obediencia hacen al hombre capaz de realizar aquello para lo que ha nacido y, al tratar de conseguirlo, lograr su propia realización personal y, en consecuencia, el equilibrio, la paz y la felicidad. Si el bien, la belleza, el amor son el objetivo que pretende alcanzar el ser humano, la obediencia se convierte en el camino que nos lleva hasta ellas. Así surge la “autoridad”, que es el principio, la jerarquía de valores, el “orden”, al que –voluntariamente- se somete la voluntad para alcanzarlas y, a ello, lo llamamos obediencia.
La “autoridad” –cuando niños– reside en nuestros padres y educadores, puesto que nos falta el conocimiento para elegir los principios que orienten y rijan nuestra vida, y la voluntad –todavía- no se ha desarrollado suficientemente, para ser capaces de realizar lo que nos conduce a nuestro fin natural. Al sentirnos desvalidos y desorientados, acudimos a nuestros padres para preguntarles que es lo que tenemos que hacer. Así, con su orientación y las metas que nos marcan, y con su voluntad que suple -la nuestra deficiente- vamos creciendo en autonomía y en libertad hasta que podemos pasar a ser independientes. Independencia que logramos, cuando hemos conseguido en nosotros mismos la “autoridad” (el criterio y la voluntad) para ser independientes.
En el fondo, nunca obedecemos a nadie que no seamos nosotros mismos, porque cuando, de pequeños obedecemos gustosamente a padres y profesores –lo hacemos- porque creemos que es lo mejor. Si lo hacemos por otro motivo: el premio o el castigo no somos obedientes, actuamos porque no somos tontos y, no nos queda más remedio que hacer lo que nos mandan. Estamos bien adiestrados a lo sumo. El valor de la obediencia radica, en que nos mueve porque -lo que queremos hacer- lo consideramos que es bueno, que es lo mejor. De ahí, que esta fortaleza de la obediencia no la hemos adquirido, si solo cumplimos cuando esperamos recibir premio o castigo. Sin embargo, si a pesar de que pensamos que es lo mejor y, porque nos cuesta, buscamos la mejor excusa para eludir nuestros compromisos, entonces -esta claro- que no poseemos el espíritu y el hábito de la obediencia.
Adquirir este valor de la obediencia es, tan importante, como costoso. “Lo que vale cuesta”. Una primera dificultad reside, en que sea otro el que nos diga o sugiera, que es lo que tenemos que hacer. Surge el instinto de oposición y un determinado punto de soberbia que nos empuja a rechazar lo propuesto. De ahí, que tengamos que adquirir el hábito de pensar y decidir nuestro comportamiento, superando estos sentimientos adversos. Es bueno, para facilitar nuestra obediencia, el valorar la bondad y sabiduría de quien nos manda (confianza), estimulando así, nuestras ganas de hacer lo que nos pida con agrado y prontamente. De otra parte, si somos nosotros los que pedimos que otros hagan algo, bueno será pedirlo con amabilidad y explicando los beneficios de lo mandado, para estimular la obediencia pronta y alegre. Otra característica de la verdadera obediencia es que hay que poner empeño en realizar lo decidido ya que las cosas no suelen salir a la primera. “Perseverar es triunfar” Es fácil abandonar pretextando que no se ha podido.
Pensar que la obediencia se opone a la libertad, a la iniciativa, a la creatividad, y que al obedecer sacrificamos nuestra propia personalidad es –evidentemente- un error. Una vez mas, son los sentimientos los que nos quieren despistar (sacar del camino). Jamás uno es mas libre, que cuando ejecuta aquello que la inteligencia nos presenta como bueno y que por eso -aunque cueste- quiere nuestra voluntad. La obediencia despierta -a veces- la sensación incómoda de tener la propia voluntad dominada por el poder de otra voluntad o, por los compromisos adquiridos por nosotros antes, y que en ese momento, nos parecen tiranos, ladrones de nuestra libertad. Mas tarde, cuando hemos sucumbido a los encantos de la desobediencia y ya no tiene remedio, lamentamos nuestra debilidad y reconocemos nuestro error. No hemos hecho lo que queríamos hacer, hemos realizado lo que nos apetecía. Esa es la lucha del hombre, la de superar sus debilidades y adquirir las fortalezas que lo liberan y le posibilitan alcanzar las metas que ha elegido.
No es obediente el que hace las cosas como un esclavo, ni el que las realiza enfadado, ni el que la práctica por simpatía a la persona que manda. Lo es, el que –aún a contrapelo- las acomete con prontitud y alegría porque es su deber, porque es lo mejor. ¡Es tan importante apreciar y amar este valor de la obediencia! Ella nos conduce a la verdad y la verdad nos hace libres.