Así se convirtió El Cid en un emblema de la izquierda: el «matamoros» contra los musulmanes de Franco

La leyenda más popular sobre Rodrigo Díaz de Vivar cuenta que, incluso habiendo fallecido, sus partidarios se las arreglaron para subir el cadáver del héroe a un caballo férreamente agarrado y hacer que luchara y ganara contra los musulmanes en una última batalla póstuma. Esta historia es falsa, se la inventó en el siglo XIII un monje para atraer peregrinos al monasterio de San Pedro de Cardeña, pero da buena cuenta de la longeva vida que ha tenido El Cid siglos después de su muerte.

Son muchas las ideologías y movimientos que han reivindicado como suyo a este personaje medieval, cuyo legado logró traspasar las fronteras españolas y ocupa hoy un lugar destacado en el imaginario colectivo. El Cid Campeador se convirtió a lo largo del siglo XX, Guerra Civil mediante, en el símbolo conservador por excelencia. Don Pelayo, la batalla de Covadonga y otros emblemas medievales fueron elevados por la propaganda del Bando Nacional como remotos antecedentes de la «cruzada» que el «caudillo» cristiano decía encabezar durante la guerra. Franco sería representado incluso a la manera del «Cid Francisco Franco el Justo (…) Cid Francisco Franco, el Bueno», como así lo plasmó Eduardo Marquina en sus «Romances de la laureada».

Esta apropiación que hicieron las fuerzas conservadoras, sin embargo, solo fue el último episodio de un largo conflicto de propaganda, donde las fuerzas de izquierdas también se batieron por su memoria y tuvieron al caballero castellano como su gran símbolo durante décadas.

Sobra decir que ni entonces ni ahora El Cid ha sido patrimonio exclusivo de la derecha o de la izquierda, pues simplemente se trata de un personaje histórico con una forma de mirar el mundo propia de su época, ni marxista ni franquista… «Estamos hablando de un personaje de su tiempo, ni más ni menos, que ha sido juzgado y valorado desde el presentismo, que es la peor manera de mirar al pasado», recuerda el escritor Antonio Pérez Henares, que comprende la atracción que cualquiera, más allá de su ideología, puede sentir hacia una figura universal muy «reivindicable por todos»: «Es un personaje al que se le atribuye enfrentarse a los poderosos, ser libre y tener valores reconocibles hoy y siempre, como la lealtad o la cercanía».

La Jura de Santa Gadea (1887), de Armando Menocal, recrea un episodio legendario
La Jura de Santa Gadea (1887), de Armando Menocal, recrea un episodio legendario

La lucha por capitalizar su legado empezó en su propio tiempo. «El Cantar del Mío Cid ya cuando salió era un elemento grandísimo de propaganda, que surgió cuando Castilla estaba acosada por León. Los juglares empezaron a cantar aquella historia de un gran capitán de la frontera castellana, junto a Alvar Fáñez, que estaba defendiendo el reino cristiano de los musulmanes, aliados con los leoneses. Los malos de esta obra maestra de la literatura son, sin duda, los leoneses, los infantes de Carrión, los cobardes de León, que se quedan detrás mientras los castellanos luchan contra todos», señala el escritor Antonio Pérez Henares, autor de las novelas «La tierra de Alvar Fáñez» (Almuzara, 2014) y «El rey pequeño» (Ediciones B, 2016) y un gran conocedor del periodo.

Un símbolo progresista

Las reivindicaciones políticas se adaptaron al paso de los siglos. En su libro «España imaginada: Historia de la invención de una nación» (Galaxia Gutenberg), el historiador Tomás Pérez Vejo desgrana cómo la España decimonónica construyó un relato concreto sobre la historia de la nación eligiendo unos episodios por encima de otros. La historia de El Cid no podía faltar en «esta gran novela nacional».

Las diferentes fuerzas políticas intentaron destacar, a través de la pintura y la literatura, aquellas partes y características de la historia de España que mejor encajaban en su percepción de lo que debía ser el país. Si bien las fuerzas conservadoras pusieron énfasis en el carácter católico de la nación, las fuerzas progresistas lo hicieron en la vocación democrática que ya desde tiempos medievales, defendían, se intuía en la península. Las dos formas de ver España, no obstante, convivieron en armonía hasta el Desastre del 98 y la Guerra Civil, que supusieron puntos de inflexiones irreversibles para el país.

La historia de Rodrigo Díaz de Vivar, un hombre enfrentado con un rey injusto y abriéndose camino más por sus méritos que por sus títulos, también encajó en la idea que los liberales progresistas quisieron resaltar sobre lo que representaba a España.

Hasta esas fechas fatídicas, los progresistas situaron sus mitos fundacionales en episodios muy idealizados como la rebelión de los comuneros, que bajo su prisma supuso la pérdida de las libertades medievales de Castilla, o las Cortes de los reinos de Castilla, Aragón o León. La historia de Rodrigo Díaz de Vivar, un hombre de orígenes relativamente humildes enfrentado con un rey injusto y abriéndose camino más por sus méritos que por sus títulos, también encajó en esa idea que los liberales progresistas quisieron resaltar sobre lo que representaba a España.

Emilio Castelar, historiador y presidente de la Primera República, llegó a afirmar en un discurso en las Cortes que era el símbolo de las virtudes españolas y «personificación de nuestra nacionalidad, pues en él puso el pueblo todos sus pensamientos, siendo de esta suerte, tipo de nuestra raza y sol de nuestra gloria». Su dimensión supuestamente progresista y la fascinación de los decimonónicos por lo legendario rompieron durante este siglo en una prolífica presencia del personaje en novelas, obras de teatro, pinturas y artículos de prensa.

La Edad Media era para el pensamiento decimonónico un momento fundacional para los pueblos y una exhibición de sus rasgos. Que en Castilla, gran protagonista de esta literatura, hubiera existido alguien como El Cid demostraba que, en los orígenes de la nación española, también había personajes antiabsolutistas, enemigos de las arbitrariedades de los reyes y defensores de sus libertades. Lo cual iba como anillo al dedo en ese contexto de luchas por delimitar dónde acababa y dónde empezaba el poder real y el poder legislativo en el siglo XIX.

Los hijos republicanos de El Cid

Por su espíritu democrático y antiseñorial, Rodrigo Díaz de Vivar se ganó su hueco de honor en el himno republicano por excelencia, el de Riego, que dice así en su primera estrofa escrita por Evaristo San Miguel:

«Serenos, alegres, valientes y osados, cantemos, soldados, el himno a la lid. De nuestros acentos el orbe se admire y en nosotros mire los hijos del Cid».

Durante la Segunda República y la Guerra Civil, El Cid Campeador siguió siendo un héroe reivindicado por la izquierda como ejemplo de una figura supuestamente hostil a las monarquías. Antonio Machado afirmó en un discurso del Congreso Internacional de Escritores por la República, celebrado en Valencia en 1937:

«Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria. No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del robledo de Corpes. No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad».

El Cid en su última batalla.
El Cid en su última batalla.

Las fuerzas republicanas intentaron movilizar en su provecho los mitos fundacionales decimonónicos. Se presentó la contienda como una nueva Guerra de Independencia, la defensa de Madrid como la de Numancia, los dinamiteros asturianos se denominaron herederos de Don Pelayo (una popular coplilla suya decía «¡Qué falta de otro Pelayo, Capitán de la Santina, ahora que van en las hondas cartuchos de dinamita! ¡Mineros de Covadonga!») y El Cid, por supuesto, se puso como ejemplo del espíritu republicano que todo español lleva dentro…

«Las referencias a Don Pelayo y al Cid están constantemente en las coplas, los carteles y toda la propaganda republicanas de los primeros años de la guerra. No hay que olvidar el temor contra los musulmanes que servían con Franco; había un terror absoluto en las filas republicanas», explica Antonio Pérez Henares.

«¡Qué falta de otro Pelayo, Capitán de la Santina, ahora que van en las hondas cartuchos de dinamita! ¡Mineros de Covadonga!»

La propaganda del Frente Popular explotó la imagen del caballero castellano como azote de los musulmanes, «el matamoros», para recordar que Franco había abierto las puertas de España a tropas venidas de África. Las unidades de regulares que vinieron con Franco estaban compuestas por marroquíes procedentes del Protectorado y, con más de 50.000 hombres, suponían una fuerza reseñable. El futuro dictador tuvo a estas unidades como una de las más valiosas durante la contienda, e ignoró la cartelería republicana, abiertamente islamófoba, que invocaba a El Cid para vencer a las huestes invasoras.

La incongruencia

Para subsanar la incongruencia manifiesta que representaba que una causa que se presentaba como católica, europea y tradicional se apoyara en tropas africanas de otra religión, la propaganda del Bando Nacional tuvo que buscar un discurso alternativa y eficaz. También ellos querían ser El Cid y no los invasores… El escritor Federico García Sanchiz encontró una fórmula para definir a estas tropas como «La milicia mudéjar» y recordar que hasta El Cid había liderado a musulmanes en nombre de una causa mayor:

«Mahometanos y cristianos se aliaron en diversas ocasiones, y en alguna, nada menos que bajo el caudillaje del Cid (…) si el Hijo del Trueno combatía a los árabes, a los bereberes y a los mestizos de entrabas castas, o sea a los moros, era porque ellos representaban la herejía, vinculada en la actualidad a los marxistas».

El régimen franquista haría suyo al personaje y hasta Franco lo usó en sus discursos como sinónimo de españolidad, junto a otros héroes clásicos como los defensores de Numancia, Viriato o Don Pelayo. Durante la inauguración del Monumento al Cid Campeador en Burgos, en 1955, diría el propio Franco:

«El Cid es el espíritu de España. Suele ser en la estrechez y no en la opulencia cuando surgen estas grandes figuras. Las riquezas envilecen y desnaturalizan, lo mismo a los hombres que a los pueblos. Ya lo vislumbraba nuestro genial escritor y glorioso manco en su historia inmortal, en la pugna ideológica del Caballero Andante y del escudero Sancho. Lanzada una nación por la pendiente del egoísmo y la comodidad, forzosamente tenía que caer en el envilecimiento».