Jesús fue crucificado, muerto y sepultado

Algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar contra la Ley, contra el templo de Jerusalén y particularmente, contra la fe en el Dios único, porque se proclamaba Hijo de Dios. Por ello lo entregaron a Pilatos para que lo condenase a muerte. Así se ha cumplido de una vez por todas, con la muerte redentora de Jesucristo, el Hijo de Dios, el designio salvador del Padre. Por ello, la Pasión, Muerte, Resurrección y Glorificación está en el centro de la fe cristiana.

Jesús no abolió la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí, sino que la perfeccionó, dándole su interpretación definitiva. Él es el Legislador divino que ejecuta íntegramente esta Ley. Aún más, es el siervo fiel que, con su muerte expiatoria, ofrece el único sacrificio capaz de redimir todas “las transgresiones cometidas por los hombres contra la Primera Alianza”” (Hb 9,15).

Jesús fue acusado de hostilidad hacia el Templo. Sin embargo, lo veneró como “la casa de su Padre” (Jn 2,16), y allí impartió gran parte de sus enseñanzas. Pero también predijo la destrucción del Templo, en relación con su propia muerte, y se presentó a si mismo como la morada definitiva de Dios en medio de los hombres.

Jesús nunca contradijo la fe en un Dios único, ni siquiera cuando cumplía la obra divina por excelencia, que realizaba las promesas mesiánicas y lo revelaba como igual a Dios: el perdón de los pecados. La exigencia de Jesús de creer en Él y convertirse permite entender la trágica incomprensión del Sanedrín, que juzgó que Jesús merecía la Muerte como blasfemo.

La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían entonces, ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que más frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos.

A fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio del Siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las Escrituras. Toda la vida de Jesús es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su designio de salvación. Él da “su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45), y así reconcilia a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte manifiestan cómo su humanidad fue el instrumento libre y perfecto del Amor divino que quiere la salvación de todos los hombres.

En la última Cena con los Apóstoles, la víspera de su Pasión, Jesús anticipa, es decir, significa y realiza anticipadamente la entrega libre de si mismo: “Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”, “esta es mi sangre que será derramada…” (Lc 22, 19-20). De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la Eucaristía como “memorial” (1Co 11,25) de su sacrificio, y a sus Apóstoles como sacerdotes de la Nueva Alianza.

En el huerto de Getsemaní, a pesar del horror que suponía la muerte para la humanidad de Aquel que es “el autor de la vida” (Hch 3,15), la voluntad humana del Hijo de Dios se adhiere a la voluntad del Padre; para salvarnos acepta soportar nuestros pecados, “haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2,8).

Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo (Jn 13,1) del Hijo de Dios reconcilia a la humanidad entera con el Padre. El sacrificio de Jesús rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y les abre a la común unión con Dios. Al llamar a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle (Mt 16,24), Jesús quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que somos los primeros beneficiarios. Jesús sufrió una verdadera muerte y verdaderamente fue sepultado. Pero la virtud divina preservó su cuerpo de la corrupción.