La vida pública de Jesús de Nazaret

Para inaugurar su vida pública y, a pesar de que no había en Él pecado alguno, Jesús de Nazaret “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29), recibe de Juan el Bautismo de conversión y así anticipa el “Bautismo” de su muerte. Con ello acepta, libre y voluntariamente, ser contado entre los pecadores. Con esta ocasión el Padre lo proclama su “Hijo predilecto” (Mt 3,17) y el Espíritu viene a posarse sobre Él. El Bautismo de Jesús es la prefiguración de nuestro bautismo.

Luego, las tentaciones de Jesús en el desierto recapitulan la de Adán en el paraíso y las de Israel en el desierto. Satanás tienta a Jesús en su obediencia a la misión que el Padre le ha confiado. Todos los hombres, somos igualmente tentados, para que no cumplamos la misión para la que el Padre nos ha creado. Jesucristo, nuevo Adán, resiste y su victoria anuncia la de su Pasión, en la que su amor filial dará suprema prueba de obediencia. La Iglesia se une particularmente a este Misterio en el tiempo litúrgico de la Cuaresma.

Jesús se hizo hombre para invitar a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios. Así, aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. La predicación de Jesús en su vida pública comprende un periodo aproximado de tres años, durante los cuales recorrió las ciudades y aldeas de Palestina, predicando su doctrina, formando los apóstoles y discípulos que habían de sucederle en la predicación del Evangelio, dejando por todas partes huellas de su bondad y misericordia y confirmando sus palabras con multitud de extraordinarios milagros, para probar, entre otras cosas, que era el verdadero Mesías. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino de Dios.

Si bien cura a algunas personas, Él no ha venido para abolir todos los “males” de esta tierra, sino ante todo para liberarnos de la esclavitud del pecado. La expulsión de los demonios anuncia que su muerte en la Cruz lo alzara victorioso sobre el príncipe de este mundo” (Jn 12,31).

Jesús elige a los Doce, futuros testigos de su Resurrección, y los hace partícipes de su misión y de su autoridad para enseñar, absolver los pecados, edificar y gobernar la Iglesia. En este colegio, Pedro recibe “las llaves del Reino” (Mt 16,19) y ocupa el primer puesto, con la misión de custodiar la fe en su integridad y de confirmar en ella a sus hermanos.

En la Transfiguración de Jesús aparece ante todo la Trinidad: “el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo Tomas de Aquino). Al evocar, junto a moisés y Elías, su “partida” (Lc 9,31), Jesús muestra que su gloria pasa a través de la Cruz, y otorga un anticipo de su Resurrección y de su gloriosa venida, “que transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21).

Luego, cuando llego el tiempo establecido, Jesús decide subir a Jerusalén para sufrir su Pasión, morir y resucitar. Como Rey-Mesías que manifiesta la venida del Reino, entra en la ciudad montado sobre un asno; y es acogido por los pequeños, cuya aclamación es recogida por el Sanctus de la Misa: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! (¡sálvanos!)” (Mt 21,9). Con la celebración de esta entrada en Jerusalén la liturgia de la Iglesia da inicio cada año a la Semana Santa.