Creo en la Iglesia Católica IV

Los que por ignorancia o de buena fe creen en otras religiones, creen en Dios o sin creer en Él, de deseo, quisieran conocerlo, siguen los dictados de su conciencia, cumplen la ley natural y están dispuestos a abrazar la verdad en cuanto la conozcan, pertenecen al alma de la Iglesia. Estos realmente se santifican con el llamado bautismo de deseo, porque implícitamente, al menos, quieren hacer cuanto Dios pueda ordenar. Así, el vínculo entre la Iglesia católica y las religiones no cristianas proviene, ante todo, del origen y el fin comunes de todo el género humano. La Iglesia católica reconoce que cuanto de bueno y verdadero se encuentra en las otras religiones viene de Dios, es reflejo de su verdad, puede preparar para la acogida del Evangelio y conducir hacia la unidad de la humanidad en la Iglesia de Jesús.

La afirmación “fuera de la Iglesia no hay salvación” significa que toda salvación viene de Jesús de Nazaret, Cristo-Cabeza por medio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Por tanto, si no permanecen en el alma de la Iglesia, no pueden salvarse quienes, conociendo la Iglesia como fundada por Jesús y necesaria para la salvación, no entran y no perseveran en ella. Al mismo tiempo, gracias a Jesús y a su Iglesia, pueden alcanzar la salvación eterna todos aquellos que, sin culpa alguna, ignoran el Evangelio de Jesús y su Iglesia, pero buscan sinceramente a Dios y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan en cumplir su voluntad, conocida mediante el dictamen de la conciencia.

Jesús al fundar su Iglesia, impuso la gravísima obligación de pertenecer a ella; de otro modo, su institución hubiera sido inútil, porque las pasiones humanas no habrían aceptado de buen grado el freno de los preceptos de Dios y de la Iglesia, si la salvación fuera asequible siguiendo las inclinaciones naturales. Para salvarse, pues, es necesario pertenecer al alma de la Iglesia y también al cuerpo, por lo menos de deseo. Si conociendo y pudiendo entrar uno en el cuerpo no lo hace, no puede salvarse. Sin embargo, no basta formar parte del cuerpo de la Iglesia, es indispensable, además, pertenecer al alma, o sea, ser miembro vivo de la Iglesia, es decir no estar apartado de Dios, no estar en pecado mortal.

Por todo ello, la Iglesia debe anunciar el Evangelio a todo el mundo porque Jesús ha ordenado: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28,19). Este mandato misionero del Señor tiene su fuente en el amor eterno de Dios, que ha enviado a su Hijo y su Espíritu porque “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). La Iglesia es misionera porque, guiada por el Espíritu Santo, continua a lo largo de los siglos la misión del mismo Jesús. Por tanto, los cristianos deben anunciar a todos la Buena Noticia traída por Jesús, siguiendo su camino y dispuestos incluso al sacrificio de sí mismos hasta el martirio. La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida “sobre el fundamento de los Apóstoles” (Ef 2,20); por su enseñanza, que es la misma de los Apóstoles; y por su estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Jesús, por los Apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro.

La palabra Apóstol significa enviado. Jesús, el Enviado del Padre, llamó consigo a doce de entre sus discípulos, y los constituyó como Apóstoles suyos, convirtiéndolos en testigos escogidos de su Resurrección y en fundamentos de su Iglesia. Jesús les dio el mandato de continuar su misión, al decirles: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21)y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del mundo. Estas palabras evidencian la autoridad de la Iglesia en la enseñanza, y al propio tiempo, el deber que los hombres tienen de dar fe a la doctrina por ella enseñada. Los Apóstoles ejercieron este poder inmediatamente después de la venida del Espíritu Santo, y a quienes pretendían impedírselo, respondieron: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, V, 29).

La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Gracias a esta trasmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su apostolado a la difusión del Reino de Jesús, el Hijo de Dios, sobre la tierra. La Iglesia Católica es, pues, un reino: el reino de Jesús, el hijo de Dios, sobre la tierra. En ella no hay mas que un soberano, el Papa (cabeza visible de Jesús en la tierra); que le confiere unidad; pero tiene como colaboradores en el gobierno a los Obispos, sucesores de los Apóstoles, a quienes “el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios” (Hechos XX, 28).