Cuando Miguel Ángel Buonarroti entró por primera vez en la capilla pontificia y miró hacia arriba vio un techo estrellado. Al igual que las 20.000 personas que cada día pisan el suelo de la Sixtina, y los de los 134 cardenales que elegirán al sucesor del Papa Francisco, los ojos del gran pintor renacentista ya contemplaron las imágenes de la vida de Moisés y de Jesús. Ahora, la célebre estancia vaticana y permanece cerrada a la espera de que comience el cónclave el próximo 7 de mayo.
Era 1506 y se cuenta que el artista no mostró gran entusiasmo al recibir el encargo de Julio II de diseñar de nuevo la bóveda, pero tampoco pudo negarse a una tarea de tal envergadura. Pasó cuatro años trabajando sin pausa en la pequeña capilla donde, desde 1492, se eligen los Papas; y su nombre quedaría, si no lo estaba ya, junto a los de los grandes artistas de su época que también emprendieron la labor de dejar sus frescos en aquellas mismas paredes, como Pietro Perugino, Sandro Botticelli o Domenico Ghirlandaio. A pesar de todo ello, para Miguel Ángel supuso una ocupación un tanto tediosa.
Por fuera y por dentro, la anteriormente llamada Capilla Magna mantuvo su estilo austero y medieval hasta 1477, cuando el Papa Sixto IV (de quien toma el nombre de Sixtina) decidió intervenirla. Para ello, reunió a los más afamados artistas del Quattrocento, que además de la vida de Moisés (paredes sur) y de Cristo (paredes norte), trabajaron también en las falsas cortinas de la parte baja, los retratos de los Pontífices a los lados de las ventanas y un gran retablo en la pared del altar. Uno de los sucesores de Della Rovere como obispo de Roma, también de su misma familia, decidió retomar los trabajos y contar para ellos con el mismo artista al que diez años más tarde encargaría su propia tumba.

Julio II fue un gran protector y mecenas de Miguel Ángel (también de Rafael de Sanzio), pero su relación no siempre fue buena, dado el mal carácter del artista. Al Pontífice le costó dos años convencerle para que aceptase el reto de pintar la bóveda de la capilla de los Papas, empresa a la que Buonarroti se mostraba reacio. Por fin, en 1508 comenzó la obra de la bóveda de más de 1000 metros cuadrados a una altura de 20 metros desde el suelo.



La temática no estuvo siempre tan clara como la vemos hoy. La primera idea que tuvo Buonarroti fue plasmar a los Doce Apóstoles, pero al ponerse manos a la obra, rápidamente se dio cuenta de que no sería suficiente para llenar todo el espacio. Para su segundo (y definitivo) programa contó con el asesoramiento de dos humanistas y conocedores de las Escrituras, Egidio da Viterbo y Tommaso Inghirami. Miguel Ángel se había formado gracias a los Médici y era un gran intelectual, pero para este gran proyecto iconográfico necesitaría el apoyo de otros dos sabios del momento y poder así plasmar en una sola estancia el deseo y la lucha del hombre por alcanzar la redención.

Quizá de todas las escenas, un total de nueve centrales (más las cuatro pechinas y los doce profetas y sibilas), la más conocida sea La creación de Adán. En esta representación del Génesis, Dios transmite la chispa de la vida al primer hombre, al que se esfuerza por tocar. Sus manos están tensionadas, haciendo fuerza para llegar a rozar a un Adán, que en cambio está relajadamente recostado. Miguel Ángel pintó a Dios dentro de una nube, en la que ha habido quien ha querido ver un cerebro. Esto no supuso en su día ninguna disputa teológica. En cambio, lo que sí desató la controversia fue el ombligo de Adán. Esta interpretación es contraria a lo que dice el Antiguo Testamento, donde se cuenta que tanto él como su mujer fueron creados a imagen y semejanza de Dios. Si no nacieron de una madre, no deberían tampoco tener esa cicatriz en su torso.

El David, La Piedad, el Moisés… Todas las obras de Buonarroti, incluida esta, son prueba de que su conocimiento de la anatomía humana era sobresaliente. Lo colosal de los cuerpos combina con la gama de colores. Miguel Ángel sabía que su obra sería vista siempre desde el suelo y cuanto mayores fuesen las proporciones y más vivas las pinturas, mejor se apreciaría el imponente fresco.
Julio II reinauguró la Capilla Sixtina en 1512, pero tras su muerte, otro de los protectores de Miguel Ángel que había llegado a obispo de Roma, Clemente VII (un Médici), decidió hacía finales de 1533 volver a recurrir a Miguel Ángel para modificar la decoración del templo. Tras el altar, Perugino había pintado en el siglo XV un retablo de la Virgen Asunta entre los Apóstoles, que, con el nuevo Juicio Final, se perdió para siempre, al igual que los dos primeros episodios de la vida de Moisés y de Jesús que siguen a los lados. Tuvieron que pasar 25 años para que Miguel Ángel accediera a volver a trabajar en la Sixtina. Aunque fue el Papa Médici el que lo encargó, los trabajos comenzaron ya bajo el auspicio de Pablo III.


Cristo se alza imponente en el centro justo en el instante que precede a la emisión del veredicto del Juicio Final (Mateo 25, 31-46). Su gesto es serio, aunque sereno y compensa con el movimiento que parecen tener las figuras que le rodean. Aparecen en este fresco los símbolos de la Pasión, que llevan los ángeles. Detrás de Jesús, está María, resignada porque ya no puede intervenir, solo esperar el resultado del Juicio.
Los santos y demás elegidos esperan ansiosos a los lados de la Madre y el Hijo. Algunos son reconocibles, como san Pedro con sus llaves, san Lorenzo con la parrilla o san Bartolomé con su propia piel colgando, en quien se dice que Miguel Ángel dejó su propio rostro.
Los ángeles del Apocalipsis despiertan con sus trompetas a los muertos. A la izquierda los resucitados suben al cielo y a la derecha, ángeles y demonios compiten por llevar a los condenados al infierno. Dos de los salvados, junto a los ángeles con las trompetas, son aupados por un ángel que tira de un Rosario, al que están agarrados. Se dice que Buonarroti podía recitar la Divina Comedia de Dante de memoria y en el Juicio Universal decidió plasmar un pedazo de la conocida obra. En la parte interior, Caronte hace bajar a los condenados a su barca para conducirlos ante el juez infernal, Minos, cuyo cuerpo está rodeado de serpientes.

Cuando Miguel Ángel terminó este fresco (1541) todas las figuras estaban desnudas. Ya entonces, suscitó críticas, como la del maestro de ceremonias Biagio da Cesena, quien dijo que «era cosa muy deshonesta en un lugar tan honorable haber realizado tantos desnudos que deshonestamente muestran sus vergüenzas y que no era obra de Capilla del Papa, sino de termas y hosterías», según recoge Giorgio Vasari en sus Vidas. Tras el Concilio de Trento, se tomó la decisión de cubrir algunos cuerpos considerados «obscenos», pero Buonarroti acababa de morir. Por ello, Pío V encargó a Daniele da Volterra que cubriera los genitales del fresco con paños y bragas. Desde entonces, se conoció al pintor como Il Braghettone.

La Capilla Sixtina no fue siempre el lugar donde se eligen los Papas. El primer cónclave que allí se celebro tuvo lugar en 1492, cuando salió elegido Alejandro VI de Borja. Antes, ya eran organizados en el Vaticano, pero incluso más atrás en el tiempo, y hasta el Cisma de Oriente de 1051, el colegio de cardenales se reunía en la basílica de Santa María sopra Minerva de Roma.


Cada vez que se celebra un cónclave, un equipo de carpinteros coloca sobre el antiguo suelo de mármol una tarima flotante para preservarlo, así como una serie de rampas para aquellos cardenales que tengan que desplazarse en silla de ruedas. La famosa chimenea por donde sale la fumata (negra o blanca dependiendo de si ha sido elegido ya un nuevo obispo para la Ciudad Eterna) no está siempre sobre el tejado. La columna hueca, unida a dos estufas en el interior de la capilla, es colocada por el personal del Vaticano en los días previos a la elección de un nuevo sucesor de san Pedro y sus dos metros de altura la hacen visible para todos aquellos que acuden a la plaza vaticana a vivir tal histórico momento.