Adiós a Benedicto XVI, el «amigo fiel» de Dios

Francisco preside el funeral del Papa emérito en una Plaza de San Pedro que congregó a unos 50.000 peregrinos que precedió a un entierro íntimo

Benedicto XVI ya está enterrado en las grutas vaticanas. En el lugar que acogió los restos mortales de su jefe y amigo Juan Pablo II hasta que fue trasladado para su veneración a la capilla de San Sebastián de la basílica de San Pedro tras su beatificación en 2011. Un sepelio íntimo para Joseph Ratzinger. Con la presencia de unos pocos elegidos, entre ellos, su secretario personal, Georg Gänswein, y las cuatro Memores Domini, consagradas del movimiento Comunión y Liberación que le han cuidado hasta el último suspiro de vida.

El cuerpo del Papa emérito descansa en un ataúd triple, el primero elaborado con madera de ciprés, el segundo de zinc y el tercero de roble, junto con algunos objetos personales, como las medallas acuñadas durante su pontificado o un pergamino denominado «rogito» con los hechos más destacados de su vida. El rito privado por el que el primero de los féretros se introdujo en los otros dos y sellado duró cerca de una hora y cincuenta minutos. Poco después, Francisco visitaba la sepultura y culminaba con su silencio orante el adiós definitivo para el Papa emérito que ya se despidió de sus responsabilidades hace casi una década y que fallecía en la mañana del 31 de diciembre a los 95 años en el monasterio Mater Ecclesiae, la que ha sido la residencia de su retiro.

Final en petit comité tras un magno funeral en la Plaza de San Pedro, con el respaldo de unos 50.000 fieles. No congregó las multitudes del adiós al Papa Wojtyla, tal vez por no gozar del carisma, por su corto pontificado, por no haber fallecido en activo, por celebrarse las exequias en día laborable. Sin embargo, no restó un ápice la solemnidad que siempre va en el libro de estilo de la Santa Sede con una dosis particular de sobriedad que impuso el propio fallecido.

Francisco presidió la eucaristía, pero no pudo oficiarla debido a los problemas de su maltrecha rodilla. Aunque ya tira más de bastón, tuvo que echar mano de la silla de ruedas para llegar y abandonar el lugar, y estuvo sentado durante toda la ceremonia. Fue el decano del colegio cardenalicio, el italiano Giovani Battista Re, el principal oficiante, con el cardenal Robert Sarah, uno de los más fieles colaboradores del pontífice alemán, como concelebrante, además de otros 130 cardenales, 400 obispos y 4.000 sacerdotes.

Sutiles referencias

Pero el Papa argentino no fue un espectador más. Tomó la palabra en la homilía para elogiar al fallecido con sutiles referencias indirectas al difunto, evitando loas gratuitas y grandilocuentes, evitando quizá dejarse llevar por los aislados gritos de «santo súbito» que se escucharon al final, a los que acompañaba una única pancarta con la propuesta.

«Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz». Fueron las palabras con las que Francisco remató una homilía que fue hilvanando con últimas palabras de Jesucristo antes de morir: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En su alocución, Jorge Mario Bergoglio fue desgranando alguno de los mensajes más significativas lanzados por Joseph Ratzinger a lo largo de sus ocho años de pontificado. Comenzó evocando la encíclica «Deus caritas est», la primera que firmó Benedicto XVI y que, de alguna manera fue su hoja de ruta. De ella, el Papa actual rescató esa reflexión que lanza sobre cómo las «manos llagadas» de Jesús «salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios nos tiene».

Más adelante, eligió de Ratzinger su primera homilía como pontífice, que proclamó el 24 de abril de 2005 y en la meditaba sobre su labor como pastor: «Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas». Parafraseando este mismo texto, Francisco recordó que «amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia».

También evocó al Papa alemán desde aquella homilía que pronunció en la misa crismal de la Semana Santa de 2006, cuando Benedicto XVI se encomendó a Dios al exclamar: «Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas». Con estas citas, Francisco quiso ceder la palabra por última vez a su predecesor, para que fuera él quien hablara a la multitud a través de estos textos paradigmáticos, para que fuera él quien realmente se despidiera de los católicos antes de ser enterrado.

Y todo, ante un silencio absoluto en la plaza. Ni el sentido de la ceremonia ni el frío que se apoderó de Roma invitaban a una desaforada emoción. Y la niebla que cubría la cúpula de San Pedro parecía jugar a fusionar cielo y tierra, dando alas a requiebros metafóricos sobre la muerte y la resurrección. Mutismo que solo se rompió cuando al finalizar la misa, se bendijo el ataúd de Benedicto XVI. Entonces llegaron los aplausos, también austeros.

Fue entonces cuando el féretro con los restos mortales fue trasladado a hombros por 12 «sediarios», los portadores de las antiguas sillas gestatorias papales. A las 10:52 atravesaba el dintel de la puerta principal y comenzaba a perderse en la nave central a ritmo del germano Bach, en las manos del organista español Josep Solé. Antes de entrar en la basílica, Francisco se detuvo de pie unos segundos y posó su mano delante del ataúd. El último adiós inédito de un Papa a otro Papa.