Otra campaña de concienciación, en este caso sobre la violencia contra los menores, carga contra los padres con un tono intimidatorio y hasta amenazante
La nueva campaña del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 no ha dejado indiferente a nadie. Y a estas alturas, se tiene la impresión de que demasiados artículos han empezado ya con esta frase. Cuando no es por una cosa es por otra, pero desde el Gobierno y a través de sus ministerios no hacen más que abroncarnos continuamente. Por acomplejar a las mujeres con sobrepeso en la playa, por comprar a nuestros hijos los juguetes que no tocan, por tener actitudes machistas. Se nos presenta una sociedad, bajo su prima, desastrosa, un compendio de injusticias y errores históricos que parecen vinculados a todo lo que detestan. El último de sus spots nos interpela en cuanto a la violencia contra la infancia con la frase “¿A ti que te importa?”. Que qué nos importa, dicen, si grita una madre a sus hijos, si un padre le grita hasta hacer llorar a los suyos, si otro le cruza la cara, si otra le dice que no vale para nada. Son todos personajes chulescos y desafiantes que nos recalcan que los hijos son de su propiedad y que, sin demasiado esfuerzo, podemos enmarcar en una clase social alta (cocina amplia, determinada vestimenta, piano en el salón). Acaba el anuncio con la frase “la violencia contra la infancia o la adolescencia no es un asunto privado o doméstico. Nos incumbe a toda la sociedad. A ti te importa”.
Y lo cierto es que es así, la violencia ejercida contra los niños los adolescentes debería importarnos a todos. Que este anuncio sea un error de forma (por tratar de enviar el mensaje de que la violencia infantil se da en un estrato social muy concreto y no en otros, o por banalizarla al igualar la excesiva disciplina o exigencia, el grito puntual o la bofetada) no debería hacernos rechazar un mensaje que sí es positivo y con el que es complicado no estar de acuerdo: que la violencia hacia los niños nos importa a todos. “La violencia ejercida contra niños y adolescentes”, explica Armando Zerolo, autor del imprescindible ensayo «Época de idiotas, un ensayo sobre el límite de nuestro tiempo» y profesor titular de Filosofía Política y del Derecho en la Universidad CEU San Pablo, “nos incumbe, efectivamente, a toda la sociedad. Y olvidar eso y permitir que, como reacción a que estos anuncios estén impregnados de ideología y adolézcanos de un sesgo evidente, rechacemos lo legítimo que tiene en realidad el mensaje, sería un error. No les superemos por oposición, sino por elevación. Y si en algo estamos de acuerdo, si en una idea coincidimos, no lo despreciemos únicamente por oponernos a ellos siempre y por sistema, o por la manera en la que nos lo quieren transmitir”.
Para el filósofo y articulista Manuel Ruiz Zamora, autor del magnífico “Sueños de la razón, ideología y literatura”, esta nueva campaña sería una más de las que vienen a ahondar en “la instrumentalización, de nuevo, de situaciones indeseables desde un punto de vista social para seguir avanzando en la vigilancia y el control de la propia sociedad, la infiltración en los espacios de privacidad y la conversión de cada ciudadano en un policía al servicio del Estado. Fue primero la violencia de género, después el acoso escolar y ahora esto. Y, como siempre, cualquier pero que se ponga a la campaña propiciará que se acuse a quien ose disentir en lo más mínimo de estar a favor de ese maltrato o de ser insensible ante el sufrimiento de niños en situaciones complicadas”.
La realidad es que la violencia contra niños y adolescentes ha aumentado alarmantemente en los últimos años según las estadísticas, y que la mayoría de las veces, atendiendo a todos los indicativos, esas violencias y los abusos sufridos por estos se dan dentro de la familia. ¿Nos importa lo que ocurra dentro de la familia? ¿Pertenecen los hijos a los padres, a sus familias, y son solo asunto suyo? “Los hijos no son de sus padres, no son de nadie. No es la familia el destino final”, sostiene Zerolo. “La familia es vulnerable y frágil”, añade, “es dependiente del ambiente como lo son los organismos más delicados. Es, quizá, la realidad social más dependiente del ecosistema moral. Pero ni el Estado es patrimonio de la izquierda ni la familia lo es de la derecha. Porque no hay Estado sin familia, ni familia sin Estado. La familia no es ni el origen de la sociedad ni es su defensa”. Ya el filósofo y ensayista José Ortega y Gasset decía al respecto: “(…) tropezamos con una propensión errónea, sumamente extendida, que lleva a representarse la formación de un pueblo como el crecimiento por dilatación de un núcleo inicial. Procede este error de otro más elemental que cree hallar el origen de la sociedad política, del Estado, en una expansión de la familia. La idea de que la familia es la célula social y el Estado algo así como una familia que ha engordado, es una rémora para el progreso de la ciencia histórica, de la sociología, de la política y de otras muchas cosas”. Y añadía que “lejos de ser la familia el germen del Estado, es en varios sentidos, todo lo contrario: en primer lugar representa una formación posterior al Estado, y en segundo lugar, tiene el carácter de una reacción contra el Estado”.
“Y es que el Estado”, explica el profesor, “somos todos reunidos bajo una misma forma jurídica y política. Nos interesa y nos incumbe a todos. No podemos destruirlo y volver a pequeñas comunidades para que desde ahí resurja una forma mejor, porque eso no es realista. No se trata de “más sociedad, menos Estado”, sino de “más sociedad, mejor Estado”. Por eso el bienestar y la educación de los niños, que no sufran ningún tipo de violencia, es asunto de todos. Y hay que educarles pensando en lo más grande y no para un partido, una causa justa o una guerra particular, sino con el mundo como destino. Uno que es el contraste de las distintas realidades, las de todos. ¿Cómo no va a importarnos, pues, lo que ocurra a las familias? La sociedad la componemos todas las personas, todas las ideas, todas las vivencias y todas las banderas. Y nos debería importar lo de los demás por respeto, aunque no lo comprendamos. Y por eso, porque nos importa el otro, tampoco deberíamos olvidar no juzgarle, ni criminalizarle, ni moralizarle. Ni deberíamos tratar de penalizar que piense distinto. Lo privado y doméstico es más pequeño que lo social, por eso lo social no debe convertirse en el rancho privado de nadie mediante la supremacía moral. El bien del otro es el bien propio”.