Cuarto Mandamiento I: Honrarás a tu Padre y a tu Madre

El cuarto Mandamiento nos ordena honrar y respetar a nuestros padres y a todos aquellos a quienes Dios ha investido de autoridad para nuestro bien. En el plan de Dios, un hombre y una mujer, unidos en Matrimonio, forman, por sí mismos y con sus hijos, una familia. Dios ha instituido la familia y le ha dotado de su constitución fundamental. El Matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. Entre los miembros  de una misma familia se establecen relaciones personales y responsabilidades  primarias. En Jesus de Nazaret, el Hijo de Dios, la familia se convierte en la Iglesia doméstica, porque es una comunidad de fe, de esperanza y de amor.

La familia es la célula original de la sociedad humana, y precede a cualquier reconocimiento por parte de la autoridad pública. Los principios y valores familiares constituyen el fundamento de la vida social. La vida de familia es una iniciación a la vida de la sociedad.

De hecho, si la familia no funciona y cumple con su función en la sociedad, ésta acaba enfermando y, después se destruye. Lo vemos en nuestra sociedad actual que padece, en parte, los síntomas de familias descompuestas, rotas y el resultado es, una sociedad incapaz de subsistir en paz, armonía y donde las desigualdades sociales se incrementan y con ello, la violencia y la injusticia crece.

Es por ello por lo que la sociedad tiene el deber de sostener y consolidar el matrimonio y la familia, siempre en el respeto del principio de subsidiaridad. Los poderes públicos deben respetar, proteger y favorecer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, la moral pública, los derechos de los padres, y el bienestar doméstico.

Es de interés general, que los poderes públicos que representan y sirven a la sociedad y en consecuencia a las familias, cuiden de ellas y les ayuden a cumplir sus fines favoreciendo su existencia y facilitando los medios necesarios para su desarrollo y crecimiento.

Los hijos deben a sus padres respeto (piedad filial), reconocimiento, docilidad y obediencia, contribuyendo así, junto a las buenas relaciones entre hermanos y hermanas, al crecimiento de la armonía y de la santidad de toda la vida familiar. En caso de que los padres en situación de pobreza, de enfermedad, de soledad o de ancianidad, los hijos adultos deben prestarles ayuda moral y material.

La sociedad hedonista y de bienestar tiende a hacer olvidar los deberes de los hijos respecto a sus padres mayores. Con la excusa de alcanzar un mejor modo de vida, olvidando los sacrificios y la entrega de sus padres cuando eran ellos dependientes de los mismos. Por otra parte, tienen la tentación de pasar de los hijos «por el derecho» de vivir su propia vida, olvidando sus obligaciones y «liberando» (¿?) a los hijos del cumplimiento de las suyas.

Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fé. Tienen el deber de amar y respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer, en cuanto sea posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela adecuada, y ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del estado de vida. En especial, tienen la misión de educarlos en la fé cristiana.

Los padres educan a sus hijos en la fe cristiana, principalemente con el ejemplo, la oración, la catequesis familiar y la participación en la vida de la Iglesia.

El olvido de vivir la fe en familia, hace que no se fomente en el hogar la oración en común, que se desconozcan los principios de vida cristiana: la vivencia personal de las «obras de misericordia» materiales y espirituales y las «bienaventuranzas» núcleo de la vida cristiana. Que llevan por el amor al prójimo y la oración, al auténtico amor a Dios y a la práctica, entonces lógica, de la necesidad de los sacramentos para poder vivir una autentica relación de amistad con Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y el sentimiento de ser hijos de Dios por la vida consciente del Espíritu Santo en nosotros mismos.