I. AMISTAD, DIVINO TESORO

Se ha entendido siempre la amistad: como un tesoro divino. Y, otra expresión que viene a destacar el gran valor de la amistad es esta: “Quién tiene un amigo tiene un tesoro”.

Pero, ¿qué es la amistad? Se la define como “afecto común desinteresado” que indica el contenido de la amistad, pero pasa por alto su naturaleza radical: una relación social que supone “afecto”. Así, la amistad no es simplemente un afecto, sino una relación social afectiva. No obstante, lo social aunque esencial, conserva todavía muchos rasgos individuales que es lo que ocurre con la amistad, donde la relación social es eminentemente personal y concreta, basada en las cualidades individuales peculiares de cada amigo. Este carácter social, tan cercano aún a lo individual, se encuentra también en sus elementos:

* La amistad íntima y profunda, sólo se puede dar entre dos, incluso excluye el tercero, aunque en la práctica existan excepciones.

* Para que surja la amistad se necesita que se dé una afinidad en gustos y aficiones, sentimientos e ideas, pero no precisa que sea total. Esto significa la necesidad de un amplio acuerdo, que sin dejar de ser social, es todavía individual, ya que se realiza en torno a convicciones y cualidades individuales concretas.

* La relación amistosa se le distingue de otras relaciones. Lo peculiar de la amistad no es el sexo, o ganar dinero, sino el afecto desinteresado, o amor de benevolencia que simplemente quiere la amistad del amigo. aPara despejar el tema, el pensador griego Aristóteles distingue entre los tipos de amistad: la amistad por interés, la amistad por placer y la verdadera amistad. Los dos primeros modos suelen ser pasajeros, puesto que la amistad se acaba cuando cesa el interés o el placer. En ambos casos, la amistad es sólo por accidente, «puesto que se le quiere porque procura en un caso utilidad y en otro placer».

LA AMISTAD VERDADERA

Sin embargo, la verdadera amistad o amistad perfecta es aquella fundada en la virtud: cuando se quiere al amigo no porque «nos sirva» o nos reporte algún tipo de beneficio, sino” por ser quien es”.

Pero, ¿por qué debe estar fundada en la virtud? Porque se quiere lo bueno, y las personas virtuosas son personas buenas. La verdadera amistad, para Aristóteles, es aquella fundada en la virtud, y es ésta la que más posibilidades tiene de permanecer. En efecto, cuando dos amigos son viciosos, no es extraño que entre ellos «más tarde o más temprano» surja la deslealtad o el engaño”. Esto no significa, desde luego, que para tener verdaderos amigos debamos ser absolutamente virtuosos, ya que sería imposible; más bien de lo que se trata es de que la amistad debe ir acompañada de algunas virtudes (digamos, por ejemplo, la lealtad o la sinceridad). Y mientras más virtudes estén presentes, más perfecta será la amistad. Por lo demás, entre los amigos la virtud, si se acepta el término, se retroalimenta, crece. Los buenos son más buenos cuando se juntan con los buenos. Por otro lado, la maldad crece entre los malos. De ahí el viejo refrán, «dime con quién andas, y te diré quién eres».

PARA UNA VIDA FELIZ

Para el filósofo antiguo, sin amigos la vida no tendría mucho sentido, en lo que parece tener bastante de razón: sin amigos… ¿para qué todo? La prosperidad, dice, sólo tiene sentido en cuanto uno puede hacer el bien, y el bien se practica preferentemente respecto de los amigos. Más adelante, se pregunta si es que el hombre feliz necesita amigos: ¿no es feliz más bien aquel que se basta a sí mismo, y no necesita de otros bienes? Sin embargo, es absurdo no concederle al hombre feliz el más alto de los bienes exteriores: la amistad. Y si, además, lo propio del hombre bueno es hacer el bien, necesitará de amigos para ello.

Debemos considerar también la propia naturaleza del hombre: su sociabilidad. El hombre tiende naturalmente a la convivencia, y la mejor convivencia posible es aquella que se comparte con los amigos: el hombre feliz necesita, para serlo, de amigos.

Por su parte, el notable literato británico C.S. Lewis nos señala lo contrario. ¿En qué sentido? Lo dice en el sentido biológico: en cuanto animal, el hombre no necesita de amigos. Estrictamente hablando, los amigos no nos aportan nada útil para la supervivencia. En este plano, el inglés también tiene razón, puesto que los verdaderos amigos, en estricto rigor, carecen de toda utilidad. Como decíamos antes, no son amigos en cuanto nos sirven para algo: si así fuese, nos saldríamos del plano de la verdadera amistad.

En verdad, Aristóteles y Lewis dicen exactamente lo mismo, aunque desde distintos planos. En cuanto animales no necesitamos de amigos, pero como no somos sólo animales «, y la felicidad humana no reside en nuestra animalidad», necesitamos de amigos para superar esa animalidad, para trascenderla. En ese sentido podemos decir que, biológicamente hablando, no necesitamos amigos (Lewis), pero en cuanto personas que trascendemos nuestra materialidad, ellos son imprescindibles para vivir bien. O sea, como bien apunta Lewis, la amistad «no tiene valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que da valor al sobrevivir«.

La amistad transforma nuestra vida puesto que la eleva a un plano superior de creatividad y de valor. En El Principito, Saint- Exupéry nos hace ver que, una vez alcanzada la cima del encuentro, el desierto se convierte en el paisaje más bello de la tierra, la muerte deja de ser un fin para significar el tránsito al hogar, y los espacios siderales pierden su frialdad inhóspita al saber que en un lejano lugar habita una persona amiga

                                                                                        Luis Albás Mínguez.     Director de ILVEM España

Nota: Para la elaboración de este artículo se han consultado las siguientes fuentes:

La educación de las virtudes humanas” Autor: David Isaacs. Editorial EUNSA

Enciclopedia RIALP. Universidad de Navarra.

La amistad” Autor: Daniel Mansuy Huerta

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IV. Amistad y política. V. Amistad entre padres e hijos. VI. Amistad entre chicos y chicas. VII. La amistad y las edades de los hijos. VIII. Elegir buenos amigos. IX. El ejemplo de los padres