Desde el comienzo de la Iglesia, ésta ha expresado sintéticamente los contenidos fundamentales de su fe, y así la ha transmitido, con un lenguaje sencillo y normativo, a todos sus fieles. Por eso se llaman “Credos” o “profesiones de fe” o “símbolos de la fe” a las fórmulas articuladas en las que se manifiestan. Los más antiguos son los llamados bautismales ya que, el Bautismo se administra “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Son los más importantes: el Símbolo de los Apóstoles, que es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, y el Símbolo niceno-constantinopolitano, que es fruto de los dos primeros Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381), que todavía sigue siendo hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.
La profesión de fe, comienza con la afirmación “Creo en Dios” porque obviamente, es el fundamento de todas las otras afirmaciones sobre el mundo y sobre el hombre, que sólo encuentran sentido, en la aceptación de ésta creencia. De otra parte, se afirma la existencia de un solo Dios, porque se acepta la revelación en este sentido, que Él ha manifestado al pueblo de Israel, cuando dice: “escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el Único Señor” (Dt 6,4), “no existe ningún otro” (Is 45,22). Y también porque Jesús de Nazaret lo ha confirmado cuando dice: Dios “es el único Señor” (Mc 12, 29).
Dios se revela a Moisés como el Dios vivo: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el dios de Jacob” (Ex 3, 6). Al mismo Moisés Dios le revela su Nombre: “Yo soy el que soy (YHWH)” (Ex 3, 14). Mientras las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer, sólo Dios es en sí mismo la plenitud del ser y de toda perfección. Él es “el que es”, sin origen y sin fin. De otra parte el nombre inefable de Dios, ya en tiempos del Antiguo Testamento, fue sustituido, por respeto, por la palabra Señor.
Al revelar su Nombre, Dios da a conocer las riquezas contenidas en su ser: sólo Él es, desde siempre y por siempre, el que transciende el mundo y la historia. El es quien ha hecho cielo y tierra. Él es el Dios fiel, siempre cercano a su pueblo para salvarlo. Él es el Santo por excelencia, “rico en misericordia” (Ef 2,4), siempre dispuesto al perdón. Dios es el Ser espiritual, trascendente, omnipotente, eterno, personal y perfecto. Él es la verdad y el amor.
Dios es la Verdad misma y como tal ni se engaña ni puede engañar. “Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). El Hijo eterno de Dios, sabiduría encarnada, ha sido enviado al mundo “para dar testimonio de la Verdad” (Jn18, 37). En el Nuevo testamento, Jesús, llamado el Señor, aparece como verdadero Dios. Jesús revela que también Él lleva el Nombre divino, “Yo soy” (Jn 8, 28).
Dios se revela a Israel como Aquel que tiene un amor más fuerte que el de un padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Dios en sí mismo “es amor” (1Jn 4, 8, 16), que se da completa y gratuitamente; que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17). Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios Padre revela que Él mismo es eterna comunicación de amor.
Claro, que creer en Dios, el Único, comporta: conocer y reconocer su grandeza y majestad; sentir agradecimiento; confiar siempre en Él, incluso en la adversidad; reconocer la igualdad y la verdadera dignidad de todos los hombres, creados a imagen de Dios y usar rectamente las cosas creadas por Él.