Creo en la Iglesia Católica III

Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, no fundó más que una Iglesia. Durante su vida nunca habló de sus Iglesias ni de sus rebaños o de sus reinos; siempre habló de su Iglesia, de un solo rebaño y un solo pastor, y del reino de Dios. Con el tiempo, de ese tronco único, se desgajaron algunas ramas que pretenden ser herederas de la verdad; pero esto es imposible porque sólo una Iglesia puede ser la verdadera, y esa será la que posea las señales de la Iglesia de Jesucristo. Cuatro son las señales o “caracteres sensibles, propios y permanentes, por los cuales todo hombre puede conocer de manera fácil y seguro cual sea la verdadera Iglesia de Jesucristo: unidad, santidad, catolicidad, y apostolicidad.

La Iglesia es una porque tiene como origen y modelo la unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como fundador y cabeza a Jesús de Nazaret, que restablece la unidad de todos los pueblos en un solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo que une a todos los fieles en la comunión en Jesucristo. La Iglesia tiene una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad. La única Iglesia de Jesús, como sociedad constituida y organizada en el mundo, subsiste (subsistit in) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sólo por medio de ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación, puesto que el Señor ha confiado todos los bienes de la Nueva Alianza únicamente al colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro.

En las Iglesias y comunidades eclesiales que se separaron de la plena comunión con la Iglesia Católica, se hallan muchos elementos de santificación y de verdad. Todos estos bienes proceden de Jesús e impulsan hacia la unidad católica. Los miembros de estas Iglesias y comunidades se incorporan a Jesucristo en el Bautismo, por ello los reconocemos come hermanos que son. El deseo de restablecer la unión de todos los cristianos es un don de Jesús y un llamamiento del Espíritu; concierne a toda la Iglesia y se actúa mediante la conversión del corazón, el recíproco conocimiento fraterno y el diálogo teológico.

La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Jesús se ha entregado a sí mismo por ella, para santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos como modelos e intercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre necesitados de conversión y de purificación. El Hijo de Dios le imprimió el sello de su infinita santidad y oró a su eterno Padre para que todos los fieles fueran santificados en la verdad (Jn. XVII, 19-20). Y San Pablo dice: “Cristo amó a su Iglesia y se sacrificó para santificarla… a fin de que sea sin mancha, sin arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada” (Ef. V, 25-27).

La Iglesia es católica, es decir universal, en cuanto en ella Jesucristo está presente: “Allí donde esta Cristo Jesús, está la Iglesia Católica” (San Ignacio de Antioquia). La Iglesia anuncia la totalidad y la integridad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada en misión a todos los pueblos, pertenecientes a cualquier tiempo o cultura. Es católica toda Iglesia particular (esto es, la diócesis y la parroquia), formada por la comunidad de cristianos que están en comunión en la fe y en los sacramentos, con su obispo ordenado en la sucesión apostólica y con la Iglesia de Roma “que preside en la caridad” (San Ignacio de Antioquia).

Todos los hombres, de modos diversos, pertenecen o están ordenados a la unidad católica del Pueblo de Dios. Está plenamente incorporado a la Iglesia católica quien, poseyendo el Espíritu de Jesús, se encuentra unido a la misma por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. Los bautizados que no realizan plenamente dicha unidad católica están en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia Católica.

La Iglesia católica se reconoce en relación con el pueblo judío por el hecho de que Dios eligió a este pueblo, antes que a ningún otro, para que acogiera su Palabra. Al pueblo judío pertenecen “la adopción como hijos, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, los patriarcas; de él procede Jesús de Nazaret según la carne (Rm 9, 4-5). A diferencia de las otras religiones no cristianas, la fe judía es ya una respuesta a la Revelación de Dios en la Antigua Alianza.