Monseñor Julio Jia Zhiguo falleció el pasado 28 de octubre a los 90 años, tras una vida marcada por la evangelización en tiempos de persecución
«Bastaba con tener a Dios en el corazón». Con esa sencilla certeza con la que respondió a una pregunta sobre cómo había resistido los embates de la represión, vivió y murió monseñor Julio Jia Zhiguo, el obispo clandestino de Zhengding en la provincia china de Hebei. Falleció el pasado 28 de octubre a los 90 años tras una vida marcada por la fidelidad a Roma y la evangelización en tiempos de persecución.
Al leer su historia, uno no puede evitar quedar impresionado por cómo encarnó con una fe inquebrantable aquellas palabras del Evangelio: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28). El prelado pasó buena parte de su vida bajo la vigilancia de las autoridades chinas. En más de una ocasión fue arrestado, confinado e incluso torturado por negarse a unirse a la Iglesia oficial controlada por el Estado. Aun así, nunca se desanimó.
De hecho, el portal vaticano de noticias en su edición en chino le rindió homenaje describiéndole como «un obispo que nunca se dejó desalentar»: fue un hombre que «hizo todo lo posible por promover la evangelización, formar sacerdotes y cuidar de los niños discapacitados, manteniendo siempre la comunión con el Papa».
«Hubo muchas dificultades, pero Dios estuvo a mi lado»
Monseñor Jia fue ordenado sacerdote el 7 de junio de 1980 tras un largo y difícil periodo de formación. Su consagración episcopal, realizada de manera clandestina por monseñor Pedro Fan Xueyan, tuvo lugar pocos meses después. Desde entonces, ejerció su ministerio en medio de tensas relaciones con las autoridades civiles que limitaron en muchas ocasiones su libertad personal.
En Zhengding —una diócesis no reconocida por el gobierno pero viva gracias a la fe de unos 130.000 católicos— la despedida de su pastor tampoco fue libre. El funeral celebrado el 31 de octubre en Jinzhou se desarrolló bajo la mirada vigilante de las autoridades que, según cuenta AsiaNews, intentaron disuadir a los fieles de participar.
En una entrevista concedida a La Stampa en 2016, el obispo recordaba los años de trabajos forzados que padeció durante la Revolución Cultural, entre 1963 y 1978. «Hubo muchas dificultades, pero Dios estuvo a mi lado, y eso fue suficiente», confesó. Toda su vida, repetía, se resumía en una sola misión: hablar de Jesús. «No tengo nada más que decir ni hacer. Toda mi vida, cada día, se trata de hablar de Jesús a los demás. A todos», aseguraba.
El amor gratuito de Dios
Su firme fe daba al prelado una mirada lúcida sobre los desafíos de la misión en la China contemporánea. En esa misma entrevista reconocía con realismo que «muchos se están enfriando a causa del materialismo y el consumismo crecientes. Muchos ya no vienen a la iglesia —decía— porque siempre están ocupados y nunca encuentran tiempo».
También lamentaba el descenso de las vocaciones sacerdotales y religiosas: «Muchos ya no quieren entregar su vida a Dios poniéndose al servicio de los demás». Pero a pesar de ello el obispo no lo veía como un obstáculo, sino como una llamada a la autenticidad. «Hay que mostrar con la vida —insistía— que entregarse a Dios es algo bello, que se gana una riqueza mucho mayor que la ilusoria que ofrecen el materialismo y el consumismo».
En sus últimos años esa convicción tomó forma concreta en una obra silenciosa y luminosa. Decidió vivir en una casa que acogía a unos setenta huérfanos, muchos de ellos con discapacidad atendidos por religiosas. Era, como él mismo decía, «una obra bella y buena» sostenida incluso por donantes budistas. «Para mí –contaba el obispo– esta obra es lo más importante, lo que más quiero. Es una realidad a la que no podemos renunciar. A través de ella, todos pueden ver el amor gratuito de Jesús por cada uno de nosotros».












