La iglesia de Santa María Madre quedó completamente anegada tras el paso de las lluvias y una semana después se ha convertido en uno de los centros de ayuda de la localidad
Una capilla del pueblo de Catarroja no ha cerrado sus puertas desde que las abrió hace cinco años. Se podía ir a rezar en cualquier momento del día, por eso se llama Adoración Perpetua. Como el resto del pueblo, el pasado martes 29 de octubre, la parroquia de Santa María Madre de la Iglesia de Catarroja quedó totalmente anegada.
En las peores horas de la DANA, Fabián Villena, un feligrés habitual en la capilla, entró de madrugada en el templo para rescatar el Sagrario. Según recuerda en El Rosario de las 11, eran las cinco de la mañana cuando Domingo, otro parroquiano, y él llegaron a la capilla. «Subimos segundos antes de que el agua entrara, porque nos llegaba hasta la cintura con rapidez y violencia», cuenta.
La imagen de la Virgen estaba en el suelo, pero dado el tiempo limitado que tenían para actuar decidieron acercarse primero al altar. «Allí estaba Nuestro Señor, al que tuvimos rescatar, aunque en realidad Él fue que nos ha rescatado a nosotros», indica al inicio de su testimonio. En cuestión de minutos, el agua ya llegaba a la altura de la mesa sobre la que se encontraba el Sagrario, pero antes de que este fuese alcanzado ambos fieles lo cogieron y lo llevaron a la sacristía. «A Domingo le dio una pequeña descarga de electricidad y no sabíamos qué hacer», indica que les sucedió en ese instante.
«Estamos con el Señor, que sea lo que Él quiera», animó Fabián a su compañero. Una vez dejaron la custodia a salvo, fueron a recoger a san José. Con el Sagrario en manos y el resto de cosas que habían rescatado, como las albas del armario, se dirigieron a la salida. «La puerta estaba cerrada, pero gracias a Dios no con llave. La abrí con dificultad, y el agua ya pasaba», rememoró.
En una habitación del tercer piso instalaron un altar improvisado con una mesa, sobre la que pusieron la imagen del padre putativo de Jesús junto al Sagrario y encendieron una vela. «En ningún momento temí por mi vida, sabía que el Señor estaba conmigo», confesó. Desde las salas más altas de la parroquia, escuchaban los gritos de la calle. Ante la angustia, comenzaron a rezar. «Al instante, sentí una paz muy grande. Me quedé tranquilo, había hecho lo que tenía que hacer», concluye.