Carmen Calvo fue quien comunicó a Zarzuela el deseo del Gobierno de expulsar a Juan Carlos I de España

El periodista de El Debate Alejandro Entrambasaguas desvela en un libro cómo fue la salida de España del Rey y cómo es su vida en Abu Dabi

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, designó a Carmen Calvo para que ejecutara la salida de España de Don Juan Carlos. El Debate reproduce hoy en exclusiva un adelanto del libro Juan Carlos I, el Rey en el desierto (La Esfera de los Libros), de Alejandro Entrambasaguas. El libro, prologado por Bieito Rubido, sale a la venta el próximo miércoles 10 de enero pero puede reservarse pinchando aquí. Sus páginas dan voz a la versión del monarca a través de su entorno.
A continuación reproducimos un fragmento del primer capítulo:
Primera semana de julio del año 2020. La entonces vicepresidenta del Gobierno y ministra de la Presidencia, Carmen Calvo, viaja a bordo de su coche oficial, un Renault Talismán negro con los cristales tintados recién estrenado que aún huele a nuevo. Está sentada en el asiento derecho trasero. Justo delante de ella viaja la jefa de su escolta, una veterana agente de la Policía Nacional de pelo rubio rizado. El convoy, formado por dos coches más, acaba de salir de la Moncloa y va camino del palacio de la Zarzuela. Mientras llegan, Calvo lee atenta algo en su teléfono móvil, un modelo antiguo de iPhone que está recubierto con una funda amarillenta que en su origen fue transparente. Tanto o más como la forma de hacer política que afirmó que iba a ejercer cuando prometió su cargo.

El trayecto entre los edificios oficiales es de poco más de siete kilómetros sin contar la distancia que hay entre el control de seguridad de El Pardo y la casa de Su Majestad el Rey. El aire acondicionado está encendido. La ciudad de Madrid ardía como consecuencia de las cálidas temperaturas de la época del año. La tensión política del momento, como consecuencia de las críticas que originó la gestión que hizo el Gobierno de la pandemia del coronavirus, contribuía a que la sensación térmica fuera aún mayor. En esa fecha se habían registrado un total de veintiocho mil muertos por coronavirus en España desde que comenzó la pandemia, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Calvo, que había pasado por la enfermedad y acababa de recuperarse en una clínica privada, iba ataviada con una mascarilla quirúrgica para protegerse de los resquicios del virus que aún continuaban pululando con fuerza en el ambiente.

El coche aparcó justo enfrente de la escalinata principal de entrada al palacio. La «mujer del presidente» descendió del vehículo con una pisada fuerte, con contundencia. Aunque la realidad era bien distinta. En su interior estaba a punto de desatarse una tormenta de inquietud y contemplación. Durante el breve viaje se había armado a sí misma de valor porque era consciente de que la reunión que iba a tener tendría consecuencias que cambiarían, de manera inevitable, el curso de la historia moderna de España. Su misión era trasladar que el Gobierno quería que don Juan Carlos abandonara el país. Pero no de cualquier forma. En el momento en que se hiciera público tenía que parecer que la decisión había surgido de don Juan Carlos o de la propia institución monárquica, pero en ningún caso desde la Moncloa. No les servía con que saliera de la Zarzuela, su casa, hecho que de por sí ya era de enorme gravedad. Querían borrar la presencia del monarca, que desapareciera. Calvo sabía que no tenía que explicarse con razones objetivas ni motivos concretos para poder justificar esta petición de alto voltaje. Por eso, en el fondo, estaba tranquila. Ella solo iba para trasladar el mensaje. Actuaba como correa de transmisión entre el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la jefatura del Estado como una mera ejecutora de las exigencias del presidente.
Dos miembros del personal de la Zarzuela la acompañaron desde el acceso hasta el despacho del Rey Felipe VI, ubicado en la primera planta del palacio. Allí le esperaba don Felipe y Jaime Alfonsín, jefe de la Casa de Su Majestad el Rey. Para acceder al despacho, Calvo atravesó el Salón de Audiencias, presidido por un tapiz en el que se ve a Alejandro Magno haciendo las maletas para partir rumbo a Asia. Sincronías. La número dos del Ejecutivo llegó a una pequeña sala de bienvenida que conecta a través de un pasillo con el despacho del monarca. Don Felipe fue avisado de la presencia de Calvo, que fue invitada a pasar.
El despacho, que apenas supera los veinte metros cuadrados, está vestido de madera de roble y se encuentra dividido en dos ambientes. Don Felipe, que estaba sentado en el sillón de cuero marrón y patas con ruedas de su escritorio, se levantó para saludar a la vicepresidenta. Enfrente del Rey se encontraba Alfonsín, un brillante abogado del Estado que fue nombrado en 1995 jefe de la Secretaría del que en aquel momento era su alteza real el Príncipe de Asturias. Desde entonces, entregó su vida a la institución y es la sombra del monarca. Su gran asesor, su gran consejero. Tanto el Rey como Alfonsín compartían una calma aparente. Sin embargo, la rigidez de sus posturas revelaba la expectativa ante la conversación que se avecinaba. Tras saludarse, don Felipe, con su característica mezcla de nobleza y humanidad, invitó a Calvo a tomar asiento. Algo en la mirada de ella indicaba que las formalidades estaban a punto de ser eclipsadas por la crudeza de las palabras que iba a pronunciar: «Majestad, el Gobierno considera que don Juan Carlos debería abandonar España», dijo con voz clara y sin vacilaciones.
Don Felipe sintió una puñalada en el corazón. Cada una de esas palabras reverberaron en su interior con una intensidad descomunal. Jamás se hubiera podido imaginar que esto podría ocurrir. El silencio que se apoderó del despacho fue ensordecedor. Un manto pesado que envolvió la sala en una pausa eterna. Algo similar al tipo de quietud que precede a las tormentas o a los terremotos, donde el mundo parece detenerse por un instante antes de que sus cimientos sean sacudidos. El rostro del Rey era como el de una máscara de estoicismo que se quebró ligeramente permitiendo que un destello de dolor y conmoción se filtrara a través de sus ojos azules. Era el dolor de un hijo forzado a enfrentar la caída de su padre. Pero también el de un Rey que debía anteponer el bienestar de su nación al amor filial.
Mientras tanto, la vicepresidenta, que continuaba con la mascarilla puesta, se esforzó en explicar su tesis, que giraba en torno a que para preservar la monarquía y salvaguardar el futuro de la Corona había que tomar decisiones valientes por muy dolorosas que fueran. Alfonsín, con un nudo en el estómago, tomó la voz cantante del encuentro en una amalgama de respeto, piedad y firmeza. Mientras Calvo y él dialogaban, don Felipe, que navegaba entre las aguas del deber y las emociones humanas, los escuchaba guardando silencio. Como las personas inteligentes, que escuchan más que hablan.
La figura paterna de don Juan Carlos había sido el pilar más importante en la vida de don Felipe, que se encontraba en el centro de un dilema que sacudía los cimientos de la monarquía y de la relación entre un padre y un hijo. Pero la lealtad a España y a los españoles le exigía que se enfrentara a esta difícil situación. El amor hacia su padre le impulsaba a resistirse, a buscar alternativas, a proteger su legado y la dignidad del hombre que le había preparado para ser Rey y que le había enseñado tantas lecciones vitales. Don Felipe intentó hallar en la oscuridad de un respiro un vestigio de luz para sobrellevar la situación. Pero no hubo alivio. Ser monarca no permitía el lujo de la evasión.
La reunión finalizó una hora después. Calvo abandonó el palacio sabiendo que el momento más complicado aún estaba por llegar. Don Felipe tenía que trasladar a su padre el mensaje del Gobierno.
Felipe VI y Alfonsín estuvieron discutiendo durante horas sobre cómo abordar la difícil conversación que tenían que tener con don Juan Carlos. Los dos hombres, habitualmente firmes y decididos, sentían un nudo en la garganta ante la perspectiva de comunicar una decisión que no solo era política, sino también profundamente personal. Fue en una reunión similar que nuevamente se llevó a cabo en el despacho del Rey y en la que también estuvo presente Alfonsín. A la presencia de don Juan Carlos se sumó la de Carlos III, que fue testigo de la escena desde el óleo pintado que se encuentra sobre don Felipe. El monarca y Alfonsín explicaron la situación a don Juan Carlos, que escuchaba atento con una mezcla de pena e incredulidad. ¿Cómo había llegado a ese punto, donde su propio legado y su presencia eran considerados perjudiciales para la nación a la que había servido durante toda su vida? ¿Habría algo de alivio en su partida? ¿Una pausa en la tormenta constante de críticas y controversias?
El rostro del padre del monarca, aunque curtido por décadas de servicio, mostró un atisbo de vulnerabilidad. Sus ojos, que habían visto el cambio de una era y la transformación al completo de su país, se posaron sobre su hijo con resignación y tristeza. Alfonsín fue quien tomó la palabra de manera mayoritaria durante la reunión. Los términos que usó, cuidadosamente seleccionados, no podían ocultar la complejidad de la situación. Fue un crudo cóctel de deber profesional, compromiso institucional y obligación familiar. El jefe de la Casa del Rey, hombre de la máxima confianza de don Felipe, mantuvo en todo momento una expresión seria pero también empática. Su papel como consejero del monarca siempre había requerido grandes dosis de empatía y nunca antes esa cualidad había sido tan crítica como en este momento.
El ambiente estaba cargado con una electricidad tangible. Una tensión que se sentía en el aire y que pesaba sobre los hombros de los presentes en la sala. Alfonsín, cuya carrera había sido construida sobre cimientos de discreción y un agudo sentido de diplomacia, se encontraba ante un escenario que pondría a prueba cada fibra de su experiencia y habilidades. Tras un leve asentimiento de don Felipe, que indicaba un gesto de aprobación y apoyo, se dispuso a comunicar el mensaje del Gobierno. Su voz, habitualmente firme y tranquila, se mantenía estable, a pesar del tumulto que la situación estaba causando en su interior.
Don Juan Carlos, escuchando atentamente, mantenía su rostro en una calma regia. Entretanto, Alfonsín, al tiempo que hablaba, no podía evitar ser consciente de la historia compartida, de los años de servicio que había ofrecido a la Corona y, en particular, también a don Juan Carlos. Mientras que por una parte el padre del Rey hubiera deseado rebelarse sobre lo que era una injusticia y clamar por su derecho a permanecer en España, otro aspecto, quizás templado por la sabiduría y las cicatrices de la edad, susurraba en él la necesidad de aceptación y sacrificio. Porque, a fin de cuentas, él también entendía el idioma del deber y la responsabilidad. Conocía las decisiones difíciles y las elecciones imposibles que venían con la Corona. La reunión acabó con el sello de un pacto: don Juan Carlos abandonaría el país, al menos, hasta que las vicisitudes del monarca se resolvieran.
A lo largo de la conversación, don Felipe permaneció en silencio, guardando sus emociones firmemente detrás de una fachada de dignidad. Su silencio hablaba tanto como las palabras de Alfonsín, comunicando un respeto filial, una tristeza subyacente y, quizás, un acuerdo tácito con la difícil decisión que acababa de tomar. Su presencia, imponente, contrastaba fuertemente con la calma que había elegido adoptar en esa particular instancia. No era un silencio vacío, sino uno cargado de significado. El sonido del silencio resonó en la sala con una intensidad palpable.
Mientras Jaime Alfonsín se expresaba, el Rey se encontraba inmerso en un mar de pensamientos. Su padre, sentado frente a él, recibía el mensaje con una dignidad que no lograba ocultar completamente la turbación detrás de sus pupilas. La relación entre padre e hijo se veía ahora navegando por aguas tormentosas. El silencio de Felipe VI fue un espacio de conflicto interno, donde la lealtad filial y la responsabilidad monárquica colisionaron con una fuerza descomunal. El gran dilema era cómo reconciliar el deber hacia una nación y hacia la institución monárquica con el afecto y respeto hacia un padre. Cada pausa en la conversación, cada mirada intercambiada entre los tres hombres, era un eco en el silencio del Rey. Un eco que, en su inmovilidad, articulaba el respeto, la tristeza, y, quizás, la comprensión de las razones que se encontraban detrás de la trágica decisión.
El silencio de don Felipe también fue como un manto protector. Era, en cierto modo, un refugio. Un espacio donde las palabras no podían traicionar las emociones o romper la compostura que exigía la situación. Fue una muestra de autocontrol y un testimonio de la capacidad del monarca para separar las emociones personales del deber. El silencio también fue una muestra de apoyo, permitiendo que el mensaje se entregara sin interrupciones. Una demostración de unidad en un momento en el que la división podría haber tenido repercusiones imprevisibles y, en el peor de los casos, devastadoras. El encuentro concluyó con un aire de resignación pesada. Los tres hombres, cada uno en su propio mundo de reflexiones y dilemas, se separaron llevando consigo no solo el peso de la decisión, sino también las emociones y conflictos que generó.
El palacio de la Zarzuela, el lugar que había sido hogar y cuartel general para don Juan Carlos durante décadas, de repente se transformó en un espacio cargado de ecos de un pasado y momentos cruciales para la nación. Las paredes, llenas de historias y secretos, se mantenían en una silenciosa vigilia al tiempo que el monarca digería la noticia de su partida inminente. La información de que debía abandonar España, su hogar, y adentrarse en un viaje no deseado, ahora pendía en el aire con una pesadez tangible. Don Juan Carlos se retiró a sus aposentos; sus pasos fueron resonando en los corredores desiertos de un palacio que había sido testigo de los triunfos de su reinado. Los retratos de antepasados y familiares colgaban de las paredes, observando en silencio cómo el monarca caminaba lentamente, sumido en sus propios pensamientos.
Los pasos de don Juan Carlos fueron meditativos. Cada uno de ellos generaba un pequeño eco en forma de recordatorio del camino que había recorrido desde los primeros días de su reinado. Una travesía a través de los momentos felices, los desafíos y los triunfos; todos convergiendo hacia un punto de despedida. El dormitorio del monarca, un espacio que había sido su refugio y santuario, ahora parecía una estancia ajena y distante. Don Juan Carlos se permitió un momento de soledad para procesar la magnitud de la situación. En ningún momento ni él ni su entorno se refirieron a esta circunstancia como exilio. Entre otras cosas, porque no lo era. Si bien trasladarse fuera de España no fue una decisión que surgió de él, sino que le fue impuesta, el monarca tuvo la grandeza de digerirla como un acto más por su país.
Los preparativos para la salida serían, sin duda, tanto prácticos como emocionales. Las consideraciones logísticas y las decisiones sobre qué llevar y qué dejar atrás se entrelazaron con reflexiones sobre su legado y el futuro de la nación que iba a abandonar. Cada objeto, cada retrato, cada esquina del palacio tendría su propia historia para contar. Un fragmento de un pasado que ahora se tornaría en recuerdo. El proceso de seleccionar pertenencias personales, de decidir cuáles eran dignas de acompañarlo en su nueva vida, fueron como un microcosmos de una despedida más grande. Un adiós silencioso a una vida de servicio. Había mucho que preparar y poco tiempo para hacerlo. El monarca trasladó la situación a su entorno más próximo, que le ayudó a pensar en qué lugar del mundo se podría instalar. Al poco tiempo de hacerlo, a don Juan Carlos le llovieron las ofertas. El monarca tiene amigos en todo el mundo y para cualquiera de ellos era un honor y un privilegio poder ofrecer alojamiento al que ha sido jefe del Estado durante cuarenta años.