Sabina emociona a Nueva York: «Mi patria y la de mis canciones es el español»

El teatro del Madison Square Garden se llenó hasta la bandera y, una noche más, el flaco cabalgó su poesía como El Cid a Babieca

Sabina y el milagro de estar vivo y resucitar para cantarlo

A Joaquín Sabina le queda un hilo de su voz de arena negra y no sabemos cuántos conciertos. Nueva York contempló este jueves el milagro de un cantor que no puede cantar, de un rockero sentado. Se llenó hasta la bandera el teatro del Madison Square Garden y, una noche más, el flaco cabalgó su poesía como El Cid a Babieca. Es imposible negar que aquí, donde solo ha tocado dos veces, supo a despedida.

«Superviviente, sí, maldita sea / Nunca me cansaré de celebrarlo / Antes de que destruya la marea / Las huellas de mis lágrimas de mármol», cantó Sabina, superviviente de todo, en una de sus primeras canciones del recital, al que la gente llegó con las lágrimas –salinas y líquidas– listas para saltar.

Apareció el de Úbeda con chaqueta azul añil, un oxímoron de pantalón estrecho –¿habrá llenado algún pantalón en su vida?– y un bombín blanco, de aire caribeño, el primer guiño al respetable, donde no hablaba inglés ni el que registraba los bolsos en la puerta, en busca de petacas de tequila.

Tras solo una canción –’Cuando era más joven’– paró la música y llegó la poesía desnuda, recién pintada, inconfundible. «Hospitalarias calles añoradas / que perfuman la piel de mis baladas / de mis hispanos cómplices del Bronx / patria del corazón del fugitivo / que celebra el milagro de estar vivo / cantando en español en Nueva York».

Respondió una ovación, aunque es mucho más milagro que él esté vivo y cantando, después de excesos y ‘marichalazos’, que que lo haga en español en una ciudad con barrios tomados por la bachata, con estruendo de música norteña en las barbacoas, donde se estrenó una ópera de Granados hace un siglo, que tiene un festival de flamenco consolidado y reguetón hasta en la sopa.

Pero Sabina tiene algo especial: es difícil, quizá imposible, encontrar a un cantante con tanto tirón popular en todas las orillas del español, de Tierra del Fuego a Alaska, de Guayaquil a Barcelona.

«Lo más emocionante no es estar en la capital del mundo, sino que en la capital del mundo haya sitio para vosotros, ese público latino que tiene la misma patria que yo», dijo en su primer agradecimiento al público. «Mi patria y la de mis canciones no es un territorio, es una lengua en la que nos entendemos todos».

Sabina es tanto de Tirso de Molina como de Palermo, de Plaza Garibaldi, de La Candelaria o de Washington Heights. En el concierto había dominicanos de punta en blanco exaltados por el ron, pijos de Madrid borrachos de gintonic, argentinos cancheros que tiraban la cerveza. Pararse a hablar con cualquiera era un recorrido por la Hispanidad, que es el territorio del español, el arma con la que dispara Sabina.

Fausto, ecuatoriano indocumentado, con un tatuaje de Sabina en el brazo, decía que el de Úbeda «es un estilo de vida, una forma de ser, alguien que te educa, que te hace leer» y que se planteaba sacarse los papeles solo para poder viajar a España y volver a verlo. Yanieth, de Venezuela, «fanática», se sabe todas las canciones. Vexxy, dominicana, ya viajó a Colombia para verlo y ahora repite con su primo, Jaime, que dice que Sabina «es algo fuera de este mundo». «Lo conozco desde la adolescencia, desde la primera vez que me enamoré y me rompieron el corazón», dice Fabricio, peruano, venido desde Illinois, en la barra del bar.

A todos ellos, con mucha gracia, les contó que el gran trovador anglo, Bob Dylan, tocaba unas manzanas al norte, en el Beacon Theater. «Y, sin embargo, ustedes han venido a verme a mí».

El poeta que quería el teatro del Madison Square Garden es de Úbeda, no de Minnesota. Y le cantó a una costarricense que fue «la más mexicana de las cantantes mexicanas» en ‘Por el bulevar de los sueños rotos’ de Chavela Vargas. Y puso a cantar canción española al público latino con ‘Y sin embargo te quiero’, con la ayuda de su mejor banderillera, Mara Barros. Y se emparentó con el rock argentino en ‘Llueve sobre mojado’, la creación por colleras, y a garrotazos, con Fito Paez. Y se mejicanizó, una vez más, con un ‘Noches de boda’ dulce y melancólico. Y les hizo bailar rumba de extrarradio madrileño con ’19 días y 500 noches’. Y se acordó de los locales en ‘Contigo’, que trastocó para cantar que no quiere ‘París con aguacero ni Manhattan sin ti’.

Mediado el concierto, Sabina entonó la ‘Canción para la Magdalena’, su himno a las meretrices con las que alternó. Le acompañó de punta a rabo el público, desatado en el verso culminante –’La más señora de todas las putas, la más puta de todas las señoras’–, con voces de todos los acentos del español, y uno solo podía pensar sobre el jienense: ‘El más español de todos los cantores hispanos, el más hispano de todos los cantores españoles’.

A nadie le importó si Sabina cantó bien o mal, eso nunca ha importado. ‘Siempre he querido envejecer sin dignidad, aunque al fusil ya no le quede ni un cartucho’, cantó en su reciente ‘Sintiéndolo mucho’. Pero sonó digno, con una banda detrás impecable, bajando el tono y fraseando lento, como un buen torero con la izquierda. Y con momentos exultantes, donde todo el mundo se olvidó de su edad, con ‘rock and roll’ puro, como ‘Princesa’, donde saltó hasta Fernando León de Aranoa, imposible de camuflar con su altura y su melena en las primeras filas. El cineasta, autor del reciente documental sobre Sabina, aseguró a ABC que fue al concierto porque, como otro grande, Luis Eduardo Aute, «pasaba por aquí».

Fue una noche, ante todo, de emoción y conexión. Entre el público, muchos reconocían a este periódico que venían con el temor –y por el temor– de que esta fue su última gran gira fuera de España. En la última canción, ‘Y nos dieron las diez’, con el verso ‘nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos’, Sabina replicó «ojalá, ojalá», con una melancolía que supo a adiós. Tras la última nota, se desmonteró del bombín negro con el que acabó el recital y caminó solo hacia el costado del escenario, en una ovación ensordecedora, con la mandíbula sonriente y cansada.