Un triste cumpleaños

La apodaron ‘La Pactada’ porque a diferencia de todas las anteriores Constituciones españolas, que habían sido un trágala del partido en el poder a los demás, ésta fue el resultado de un acuerdo entre las principales fuerzas políticas para evitar lo que muchos temían dentro y fuera del país: que, tras la muerte de Franco, los españoles eligiéramos nuestro deporte favorito: pelearnos unos con otros. Me cogió en Nueva York y recuerdo que algún colega norteamericano se acercó a preguntarme detalles sobre la vida en España, por si su medio le enviaba a cubrir la nueva batalla de Madrid. Le tranquilicé en lo que pude, aunque admito que no las tenía todas conmigo, como la inmensa mayoría.

La cosa salió mucho mejor de lo que nadie había soñado: un régimen totalitario se convirtió en una monarquía constitucional «de la ley a la ley», como dijo su diseñador, sin que se disparase un tiro y con un inmenso alivio de todos, excepto los protestones de siempre. De ahí que el milagro de la Transición se convirtiera en modelo para otros países –el Glásnost de Gorbachov, entre ellos– con suerte varia. Las razones fueron que España estaba madura en aquel momento para un cambio, y Rusia, no, ni parece estarlo hoy, aunque esa es otra historia.

España había alcanzado los 1.000 dólares de renta per cápita, que se consideran el nivel para empezar a gobernarse a sí misma y tanto en el franquismo como en la oposición sabían que la ruptura que pedían algunos era demasiado arriesgada, aparte de que tanto Estados Unidos como Alemania estaban dispuestos a ayudar en el salto, mientras la extrema izquierda temía la reacción de un Ejército mucho más imbuido en los valores anteriores. Fue como se produjo el milagro, que trajo el abrazo de Fraga y Carrillo, la legalización del Partido Comunista y una Constitución que tenía en cuenta desde la indisoluble unidad de la nación española al reconocimiento de su diversidad a través de comunidades autónomas, con cuanto hay por medio.

Así han transcurrido los 44 años más prósperos de la Nación española y se pactó su Constitución más moderna. Pero pronto se vieron sus agujeros. El primero, echar mano de eufemismos para salvar los grandes problemas del país. Autonomía no es soberanía, pero vascos, catalanes y algunos más actuaron como si lo fuesen, reclamando funciones que no les correspondían y obteniéndolas por despiste o debilidad del PP o PSOE. Luego, un terrorismo asesino llevó al extremo de convertir su actividad criminal en ‘guerra al Estado’, con más de ochocientas víctimas y, tanto o más grave, los españoles aún no nos habíamos enterado de que democracia es responsabilidad individual y colectiva, y eso puede habernos llevado a una corrupción generalizada y al desprestigio de partidos e instituciones, hasta el hecho de que el Gobierno está gobernando gracias al apoyo de independentistas y filoterroristas. Nada que celebrar, por tanto, y mucho que meditar.

José María Carrascal

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