Nueve meses en el infierno: habla una víctima de los campos de reeducación chinos

Qelbinur Sidiq conoce el infierno porque ha estado allí. Para un millón de personas como ella, se encuentra en la provincia china de Xinjiang y tiene el aspecto de un campo de reeducación.

Implementados por el Partido Comunista, estos centros forman parte de una política de represión contra etnias locales para la que gobiernos extranjeros y organismos internacionales reservan un epíteto en apariencia pretérito. «Genocidio». Qelbinur fue obligada a trabajar en dos de ellos y después, como mujer uigur, sometida a una esterilización forzosa. A través de una videollamada desde el purgatorio que ha encontrado en Europa revive unos días que, por más que duelan, se niega a dejar en el olvido.

Qelbinur nació en Urumqi hace 53 años.

Allí trabajaba como maestra de educación primaria en el Colegio Número 24 dando clases de chino. Imágenes de entonces la colocan en un aula multicolor, frente a una pizarra llena de sinogramas y un mapamundi con China en su centro, dictando instrucciones a una treintena de alumnos ataviados con el uniforme escolar. Alguno de ellos sonríe mirando a cámara, la mayoría leen aplicados. Niños sanos, despiertos, traviesos. Niños como los de cualquier otro sitio. Niños cuyas historias se pierden en el horror. La de su profesora se nubla el 28 de febrero de 2017.

Qelbinur era profesora de educación primaria en el Colegio Número 24 en Urumqi. Impartía clases de chino antes de ser trasladada a un campo en 2017
Qelbinur era profesora de educación primaria en el Colegio Número 24 en Urumqi. Impartía clases de chino antes de ser trasladada a un campo en 2017 – ABC

«Esa mañana, el director del colegio me convocó a una reunión en el ayuntamiento. Cuando llegué, el secretario del comité del Partido en la ciudad estaba presente. Me dijeron que a partir de marzo debería participar durante seis meses en una campaña para enseñar a leer y escribir a gente analfabeta», rememora. La exigencia presentada a continuación hizo evidente que había algo extraño.

«Me entregaron un documento de siete páginas con instrucciones y me advirtieron que no debía contar nada a nadie sobre el programa. Si lo hacía, podía haber represalias para mí y para mi familia. Mencionaron que mi hija estudiaba en Holanda y aseguraron que podían obligarla a volver. Podían encarcelarnos a todos. No tuve más remedio que firmar». Algunos matices de la conversación se pierden en la traducción de uigur a inglés, pero su gesto también habla: antes relajado, comienza ahora a crisparse con angustia.

Los campos, desde dentro

El 1 de marzo de 2017 fue su primer día. «La policía me condujo a las afueras de la ciudad, cerca de un pueblo llamado Cangfanggou». Entre el árido paisaje se levantaba un bloque de cemento. «Era como una cárcel, había un gran espacio central rodeado de un muro de varios metros de altura, rematado con una valla electrificada y alambre de espino», explica mientras muestra una imagen satelital del lugar.

Imagen satelital del campo de reeducación femenino instalado en el distrito Shayibake de Urumqi, capital de Xinjiang, donde Qelbinur Sidiq trabajó durante tres meses
Imagen satelital del campo de reeducación femenino instalado en el distrito Shayibake de Urumqi, capital de Xinjiang, donde Qelbinur Sidiq trabajó durante tres meses

Qelbinur estaba ante uno de los campos de reeducación que el Partido Comunista ha construido en Xinjiang, por los que –según datos de la propia Administración contenidos en el Libro Blanco de 2020– han pasado más de un millón de uigures y otras minorías. El Gobierno chino, que en un primer momento negó su existencia, defendió después que se trataba de «centros de formación profesional» y «participación voluntaria», parte de una operación antiterrorista contra el extremismo islámico. Información revelada por ONGs y medios internacionales apunta que individuos de todas las edades eran trasladados allí por prácticas, realizadas por ellos o por familiares, como tener barba, no beber alcohol o viajar al extranjero.

«Al principio todos los detenidos eran gente que no hablaba muy bien chino. Pero después empezaron a traer a muchas personas famosas; artistas, académicos, doctores. Conocían el idioma perfectamente, así que tenía que enseñarles canciones patrióticas». Qelbinur recita, sin pasión y de modo apresurado, el estribillo de una de las más famosas: «Meiyou Gongchandang jiu meiyou xin Zhongguo». «No hay nueva China sin el Partido Comunista»

«Al menos dos personas que yo conocía personalmente murieron, pero escuché muchas otras historias. De entre los nueve mil presos en ese campo, al menos cien o doscientos fueron asesinados»

«Llegaban al aula con grilletes y acompañados de policías armados. Mi clase estaba en el primer piso y las salas de interrogación justo debajo. A veces entraban para llevarse a alguien y poco después oíamos los alaridos. Al menos dos personas que yo conocía personalmente murieron, pero escuché muchas otras historias. De entre los nueve mil presos en ese campo al menos cien o doscientos fueron asesinados».

No hay modo alguno de verificar su testimonio sobre el terreno. Xinjiang se ha convertido en un estado policial donde los periodistas extranjeros son seguidos en todo momento. Aún más tras las restricciones motivadas por la pandemia que impiden los desplazamientos por el país e imposibilitan, también, que la prensa acompañe estos días a la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, quien viaja aislada en una «burbuja» para investigar las acusaciones. La experiencia de Qelbinur, sin embargo, encaja con la de otras víctimas y la información disponible.

«Al acabar la clase los llevaban de vuelta a sus celdas. En cada una de ellas había cuarenta o cincuenta personas. Eran demasiado pequeñas para que todos durmieran a la vez, por lo que se turnaban para recostarse en el suelo. Las condiciones eran terribles. Comían una sopa de arroz y un pedazo de pan. Durante los seis meses que estuve allí no pudieron ducharse ni una sola vez».

En agosto de 2017 Qelbinur retomó su vida. Pero no por mucho tiempo. A finales de mes las autoridades la citaron otra vez. «Me felicitaron por mi labor, lo que quería decir que no había hablado de lo que había visto, y anunciaron que desde septiembre pasaría otros seis meses en un campo femenino». De nuevo, la misma amenaza velada en forma de siete folios.

«Nada más llegar me encontré con un grupo de policías cargando el cadáver de una chica de 18 o 19 años. Les hacían tomar pastillas todos los días hasta que las reclusas dejaban de menstruar. Con mucha frecuencia llevaban a alguna al hospital. Tras preguntar a la gente que conocía, supe que muchas de ellas eran violadas de manera recurrente por los guardias de seguridad. Algunos incluso dejaban entrar hombres de fuera para que abusaran de ellas a cambio de un poco de dinero». Qelbinur esquiva el objetivo de la cámara, cabizbaja.

En las casas, en los cuerpos

Qelbinur todavía trabajaba allí cuando sufrió en carne propia otra de las medidas impulsadas por el Partido Comunista: la esterilización obligatoria. Las investigaciones del académico Adrian Zenz reflejan, en consecuencia, un desplome de la natalidad en zonas de mayoría uigur que no consta en cifras oficiales. «Recibí una notificación de que todas las mujeres de entre 18 y 59 años debían presentarse a una revisión sanitaria, con el aviso de que aquellas que no cumpliesen tendrían problemas con la justicia», afirma, y enseña en su móvil una captura del mensaje escrito en alfabeto árabe.

«En el hospital del distrito me encontré con muchas mujeres de mi entorno». Cuando llegó su turno le presentaron dos opciones: esterilización o un dispositivo anticonceptivo intrauterino. «Les dije que tenía casi 50 años y no quería tener más hijos pero no sirvió de nada, me obligaron a implantármelo». «Tras el procedimiento comencé a padecer sangrados y muchas otras dolencias». Su situación empeoró tanto que recibió una autorización oficial para no regresar a su puesto en el campo tres meses después de empezar.

Pero su relación con las autoridades no acabó ahí. Otro de los mecanismos gubernamentales para acceder a la intimidad de las familias uigures consiste en la asignación de un «pariente chino». «Cada hogar tenía uno. Era alguien que venía una vez al mes y se quedaba durante una semana. En nuestro caso, uno de los jefes de mi marido. En cada visita debíamos realizar una serie de actividades para probar lo felices que éramos: estudiar la historia del Partido juntos, beber juntos, hacer labores domésticas juntos y, por último, dormir juntos. Los tres teníamos que yacer en una misma cama y sacarnos una foto para demostrar que éramos ciudadanos leales».

Sus problemas de salud acabaron por ofrecerle una escapatoria. A finales de 2019 y tras muchos trámites obtuvo permiso para viajar al extranjero por motivos médicos. Voló a Holanda para reunirse con su hija y nunca más regresó. «Los primeros meses no podía hablar, no podía dormir. Estaba a salvo en Europa, pero no podía vivir sabiendo que mi gente estaba siendo violada y torturada». Su silencio se quebró, y comenzó a narrar su historia a medios internacionales como la CNN o la BBC.

Un policía la llamó desde el móvil de su hermana en Xinjiang poco después de que hiciera pública su historia por primera vez
Un policía la llamó desde el móvil de su hermana en Xinjiang poco después de que hiciera pública su historia por primera vez – ABC

«Unos pocos días después de mi primera aparición recibí de improviso una videollamada de mi hermana en Xinjiang. Pero cuando respondí, en la pantalla apareció un policía. Tomé una captura y en cuanto oyó el sonido se quitó el uniforme oficial». En su teléfono conserva dos imágenes de su interlocutor: primero con la característica chaqueta azul marino, después sin ella. «Me advirtió que si no volvía mi familia pagaría las consecuencias. Luego le pasó el móvil a mi hermana, que comenzó a insultarme. Con mi marido sucedió lo mismo. Se divorció de mí y las autoridades difundieron un vídeo en el que me tachaba de mentirosa. Pero sé que les han obligado a hacerlo». Entre su voz, que resiste desde hace más de dos horas, se abre paso el llanto.

«Sé que ellos están en peligro por mi culpa, pero me he dado cuenta de que mi deber es contar mi historia para que el mundo sepa lo que está sucediendo en Xinjiang». Toma un instante para recomponerse. «Cada vez que cuento mi historia me siento feliz», concluye secándose las lágrimas, «porque he cumplido con mi deber»: el de recordar que el infierno existe.