Orgullo, ira y lamento por los últimos de Mariúpol

Hay algo fantasmal, casi terrorífico, cuando uno no tiene donde volver. Cuando cada esquina de tu pasado ha sido convertida en polvo. Las huellas borradas. Por eso si eres de Mariúpol, como Tatiana Kazlukova, que huyó el 22 de marzo con su madre y sus niños tras enterrar a los abuelos, o más bien a la abuela, cavaron la tumba a pico y pala en el jardín porque la mujer murió de un infarto al ver desplomar su casa bombardeada sobre su marido, el abuelo cuyo cuerpo nunca recuperaron, si eres Tatiana entonces, tienes tu propio Azovstal dentro de la cabeza y lo de la acería te deja ausente.

«Conozco a varios trabajadores… pero no sé si están dentro. No sabemos quién está dentro. No hay contacto posible con Mariúpol. Mi suegro se quedó allí y hay noticias de que sigue vivo, pero son de hace días», detalla. Tatiana habla mucho con las manos. Un anillo grueso de oro rosa en el anular de la derecha evoca a su esposo, empleado en las oficinas también de una siderúrgica, pero en otra que no es Azovstal, y que actualmente está lejos de ella, en Dnipro.

Juntos, con Denis, de 10 años y Maxim, de 5, toda la familia estuvo a punto de ir a refugiarse en el famoso Teatro de Mariúpol esa noche del 16 de marzo del bombardeo ruso y los 300 muertos, aunque finalmente lo descartaron porque pensaron que iba a haber demasiada gente junta. Demasiado tentador para Moscú. Y acertaron. Pero les faltó muy poco… Por eso Tatiana no puede imaginar si ella podría estar ahora o no en el subsuelo de Azovstal con docenas y docenas de sus vecinos, conocidos o desconocidos, todos escondidos como ratas condenadas, porque para eso se marchó de la ciudad mártir aprovechando la primera oportunidad que les dieron los rusos.

«Pusieron autobuses para quien quisiera irse a Rusia, a Rostov, y los que no, tuvimos que salir a pie, con lo puesto», recita. Y se fueron «sucios de negro por el humo de las hogueras» que hacían para calentarse. «Estuvimos sin electricidad, y sin agua para lavarnos», cuenta. Una mañana, cuando iba de camino a un pozo a por agua, al marido le dispararon unos francotiradores no para darle sino lo justo para meterle el miedo en el cuerpo. A otros ucranianos como él los desnudaban groseramente en mitad de la calle para buscar si tenían tatuajes con símbolos nacionalistas y dejarlos doblados a golpes allí mismo. O algo peor. Por eso la tragedia a cámara lenta de Azovstal no espanta aquí como fuera. Se espera todo de los rusos. Absolutamente todo.

«Son unos bárbaros, no desde el punto de vista de los valores del cristianismo, sino de cualquiera», describe Mychajlo Niskohuz, sacerdote a cargo del albergue de peregrinos reconvertido en hogar de desplazados de Stradcz. Se trata de un paraíso de paz cerca de la frontera con Polonia, donde Tatiana vive a salvo mientras el cura reza por ella y por los que resisten en la acería. «Les tengo constantemente en el pensamiento. En Bucha han asesinado a centenares de personas, pero en Mariúpol ya van 20.000… Mariúpol es cientos de ‘Buchas’», reflexiona en referencia al enclave masacrado en las afueras de Kiev.

Allí, en la capital reside el músico Andriy Vasilenko, ‘youtuber’ estrella con más de 172.000 seguidores, que se felicita con orgullo escalofriante por el aguante de los últimos de Mariúpol, encerrados en el subsuelo. «La defenderán hasta la última gota de sangre, serán héroes en Ucrania hasta el fin de los tiempos», aventura entre vehementes improperios contra la fuerza enemiga, a la que desea el banquillo delante de la Corte Penal Internacional para que paguen por estos «crímenes de guerra».

Le faltan palabras para maldecir a los soldados rusos. «Un ejército debe representar lo mejor de una nación, estos son unos asesinos, unos ladrones, unos violadores», reprueba. Y la memoria se va sin solución a agosto del año 2000, cuando 118 militares de la misma bandera perecieron sepultados por el océano en el submarino Kursk en medio de la compasión mundial, aunque en grutas oscuras como si fueran gusanos.

La crueldad de Moscú lleva a los peores calificativos. «Inhumanos», repite el ‘youtuber’, que en varias ocasiones alude a los de Vladímir Putin utilizando la palabra «demonios», dos términos a los que en otra conversación distinta recurre exactamente Yulia, guía turístico en Leópolis que prefiere no dar su apellido, y que también habla de los rusos como «bestias». «Inhumanos, demonios, bestias… dejando morir a gente de hambre en el siglo XXI», lamenta. «Centenares de personas, civiles, sin agua, sin comida, bajo la carga constante del fuego de todas las armas posibles», pronuncia angustiado. «No hay perdón para esos monstruos», acaba.

Al margen del bastión del sur y su horror, la vida sigue en el país agredido, a veces con una apariencia de normalidad sobrecogedora.

En Kiev los carteles patrióticos que glorifican la devastada ciudad portuaria –«Salvaremos Mariúpol. Salvaremos Ucrania», se lee en uno consagrado al batallón Azov, los combatientes que más odia Putin- conviven con calles repletas, tiendas abiertas y parques infantiles donde los niños vuelven a jugar.

Los de Tatiana ya nunca regresarán al suyo, en el que crecieron. «Lloran porque quieren estar en su casa, en su habitación, con sus juguetes…», lamenta la madre. Sin saber todavía cómo explicar a sus hijos para que lo entiendan que Mariúpol, donde resisten los últimos valientes bajo tierra, ya no existe.