Educar en la Fe IX: El Sacramento de la Eucaristía I

La Eucaristía es el sacramento por excelencia. La Iglesia lo celebra como el memorial, que no sólo recuerda, sino que hace sacramentalmente presente el sacrificio de la cruz. En ella la Iglesia da gracias a Dios por habernos salvado a través de la muerte de su Hijo, y en ella se alimenta con el cuerpo y sangre de Cristo, porque bajo las apariencias de pan y vino la Eucaristía contiene verdadera, real y sustancialmente a Cristo con toda su humanidad y toda su divinidad.

Jesús instituyó la Eucaristía el jueves santo, “la noche en que fue entregado” (1 Co11, 23), mientras celebraba con sus apóstoles la ultima cena. Después de reunirse con los apóstoles en el cenáculo, Jesús tomó en sus manos el pan, lo partió y se lo dio, diciendo: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”. Después tomó en sus manos el cáliz con el vino y les dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía”.

La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. En ella alcanzan su cumbre la acción santificante de Dios sobre nosotros y nuestro culto a Él. La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: el mismo Jesús, Hijo de Dios, nuestra Pascua. Expresa y produce la comunión en la vida divina y la unidad del Pueblo de Dios. Mediante la celebración eucarística nos unimos a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna. La inagotable riqueza de este Sacramento se expresa con diversos nombres, que evocan sus aspectos particulares. Los más comunes son: Eucaristía, Santa Misa, Cena del Señor, Fracción del Pan, Celebración Eucarística, Memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, santo Sacrificio, Santa y Divina Liturgia, Santos Misterios, Santísimo Sacramento del altar y Sagrada Comunión.

La materia de la Eucaristía es doble, pues consta de pan de trigo y vino de vid, que el ministro consagra durante la misa. En la consagración, por la potencia del Espíritu Santo, toda la substancia del pan y del vino se convierte, respectivamente, en la substancia del cuerpo y de la sangre de Cristo, aun cuando permanezca la apariencia de pan y de vino. La forma de este sacramento la constituyen las palabras de la consagración: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”, para la hostia. Y para el vino: “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados.

Haced esto en conmemoración mía”. El ministro de este sacramento es únicamente el obispo y el presbítero. Por tanto sólo el obispo, y el presbítero que lo representa, pueden presidir y consagrar válidamente las sagradas especies. Ahora bien, es toda la comunidad cristiana, en unión con sus pastores, la que ofrece a Dios el santo sacrificio. La distribución de la Eucaristía la debe hacer siempre el ministro sagrado (obispo, presbítero o diácono) y sólo en los casos previstos por las normas de la Iglesia pueden confiar este ministerio a un seglar, hombre o mujer, que sea digno. Para participar más plenamente de la Eucaristía la Iglesia recomienda que los fieles presentes, y que tengan las debidas disposiciones, se acerquen a la comunión. Nadie, por tanto, se acercará a recibirla consciente de estar en pecado moral, sin antes haberse reconciliado con Dios y con la Iglesia en el sacramento de la reconciliación.

En la antigua alianza podemos encontrar varias figuras que preanuncian la Eucaristía, pero la figura máxima es el sacrificio del cordero pascual que todos los años celebraban los judíos para conmemorar su liberación de la esclavitud de Egipto. De hecho, Jesús instituyó este sacramento mientras celebraba con ellos la cena pascual con el cordero inmolado y los panes ácimos. La Iglesia, fiel al mandato del Señor, “haced esto en memoria mía” (1Co 11,24), ha celebrado siempre la Eucaristía, el domingo, día de la Resurrección de Jesús.

P. Juan José Arrieta