El revolucionario navío español que hizo estremecerse de terror a los ingleses y a los piratas

Si hay algo más castizo que un botijo rebosante de vino o un cocido hecho en la capital, eso es despreciar al que te puede hacer sombra. Es lo que tiene el español, que puede soportar horas de batalla con una espada en la diestra y una daga en la siniestra, pero sufre como un recién nacido cuando aquel que se encuentra a su lado puede asomar la testa un poco por encima de la suya. Sirva como ejemplo un héroe tan ingenioso como despreciado: Antonio Barceló y Pont de la Terra. Marino de corazón, pero no de birrete, este mallorquín ideó un ingenio tan útil (y barato) como las lanchas cañoneras, pero fue vilipendiado y pisoteado por sus compañeros por no haber estudiado para oficial.

Por fortuna (aunque dicen que la suerte se busca, y no se halla por mera casualidad) el tiempo pone a cada uno en su lugar y, tres siglos después de que viniera a esta España desagradecida, ya son varios los historiadores que han desempolvado su figura y se baten por conseguir que ocupe el lugar que merece. El podio de los inventores de nuestro país. Y, para más inri, con un ingenio que -aunque no tenía palo cual fregona o Chupa Chups– sirvió para arrear un buen estacazo en la nuca tanto a los ingleses como a los piratas de Argel. Ya lo escribió el insigne historiador y marino Cesáreo Fernández Duro en su colosal «Historia de la Armada Española desde los Reinos de Castilla y Aragón» (fuente obligada): «Su efecto se ha de juzgar por […] el sentir de nuestros enemigos, que las sentían formidables».

De la nada a oficial

Pero vayamos al principio, como toda buena historia. Los libros nos obligan a fechar el nacimiento de Barceló en la Noche Vieja del año 1716 (la casualidad casi le predestinó para tener buena estrella). Así lo corrobora el doctor en Historia y colaborador del diario ABC Agustín R. Rodríguez González en su laureada obra «Antonio Barceló. Mucho más que un marino corsario» (Edaf, 2016). Narra el experto a este diario que nuestro protagonista fue afortunado, pues vino al mundo en el seno de una familia que se contaba entre la clase bien de la región gracias a su padre. Dicen que al César lo que es del César, y este hombre había logrado una patente de corso y el privilegio de prestar servicio de correo entre Mallorca y Barcelona tras demostrar que andaba sobrado de naso en la conquista de la isla de Cerdeña allá por julio de 1717. Para quitarse el morrión.

Barceló heredó, por orden real, aquellos privilegios cuando contaba dieciocho primaveras. Y desde el primer momento demostró que se hallaba a la altura de su padre. Que se lo digan sino a la monarquía, que le reconoció como Alférez de Fragata tan solo tres años después por obligar a tres bajeles enemigos a salir por velas mediante un único jabeque. Aquel título fue su carta de presentación para el empleo militar. Esto, sumado a una serie de actos heroicos (algunos, como llevar provisiones a las gentes de Mallorca para evitar que murieran de hambre) le garantizaron el reconocimiento de sus más altos superiores. Por entonces poco molestaba a sus colegas, pues todavía no había alcanzado las cotas más altas de la carrera militar. Aún le veían como un marinero de tres al cuarto que no llegaría demasiado lejos por su sordera. ¡Cuánto se equivocaban!

Al final, su dilatada experiencia naval le permitió acceder a la Armada como Capitán de Fragata al mando de los jabeques reales en 1762. Y esta vez, con dinero de por medio. Así continuó su labor hasta el año 1775, cuando participó como jefe de este tipo de navíos en la gigantesca operación de desembarco marítimo que Carlos III organizó contra el nido de piratas de Argel. Una ciudad cuyo gobernante se nutría recibiendo dinero de los corsarios musulmanes que robaban a España. Desde la península se confiaba en conquistar la región a la velocidad del rayo… pero en esta vida no hay nada fácil. Y nuestro Barceló lo sabía. Él prefería apostar de forma segura y aplastar las defensas enemigas a golpe de cañón desde la lejanía. Pero ni caso. Su opinión fue despreciada. El desembarco fue una tragedia en la que murieron más de 5.000 de los nuestros y se perdieron 10.000 armas en la arena.

Barceló palió los daños disparando al enemigo a quemarropa para que los nuestros pudieran retirarse. Fue un héroe, y eso no gustó demasiado a sus superiores, a los que había dejado en ridículo. Con todo, no tardó en saberse que había combatido bien. Aunque los culpables del desastre no pudieron quejarse, pues la mayoría fueron ascendidos. Más allá de esta injusticia, su valor fue reconocido y, a la postre, le nombraron jefe de escuadra. Así fue como, en 1779, recibió el mando de las fuerzas navales encargadas de bloquear Gibraltar (ya en poder inglés). En palabras del experto no hizo un mal trabajo, pues apresó a una buena parte de los barcos que intentaban llevar alimentos a la zona. Sin embargo, su pequeña escuadra no fue rival para tres grandes convoyes organizados por la «Royal Navy» en los meses posteriores. Con tan solo unos pocos buques bajo sus órdenes tuvo que tirar la toalla y no plantar batalla.

Antonio Barceló

En ese momento una buena parte de los oficiales de carrera se lanzaron contra él como buitres. «Mientras fue un corsario afortunado no molestó a nadie. Pero como jefe de escuadra creaba recelos. Además, se cargó contra él por ser sordo. Se decía que no podía mandar nada», completa Rodríguez. Al final, se trató de asediar Gibraltar mediante unos barcos brutalmente grandes y caros (las baterías flotantes, unas endebles plataformas de artillería) en septiembre de 1782. Todo ello, contra los consejos de Barceló. El ataque fue un desastre, pero se reconoció su buen hacer con un nuevo ascenso. Todo esto (y mucho más) engrosaba su hoja de servicios como militar. Pero a nuestro mallorquín todavía le quedaba mostrar sus dotes como inventor. Y vaya si lo iba a hacer…

Pequeñas y letales

Fue durante 1780, en mitad de la vorágine y la desesperación por hacerse con la plaza de Gibraltar, cuando Barceló -un hombre ilustrado a pesar de no contar sobre sus hombros con una carrera académica- ideó las pequeñas y letales lanchas cañoneras. Unos bajeles minúsculos cuyo principal activo era su tamaño (la escasa precisión de las armas de la época hacía que fuese casi imposible mandarlas al fondo de las aguas) y que portaban un cañón de 24 libras, el mayor que podían llevar sin hundirse. El resultado era un barquichuelo virtualmente invulnerable que, como señala Rodríguez, causaba más de un quebradero de cabeza a los posiciones enemigas. Y eso, por un precio minúsculo. Todo ventajas, oigan.

Asedio Gibraltar
Asedio Gibraltar

Así define Fernández Duro las características de los primeros ingenios de Barceló en la mencionada obra: «Las primeras tuvieron 56 pies de quilla, 18 de mayor manga, seis de puntal; 14 remos por banda, un cañón de 24 de largo alcance sobre cureña de marina, parapeto alzado dos pies sobre la borda con forro interior y exterior de corcho y movimiento para alzarlo o abatirlo». En sus palabras, las construidas después se mejoraron con un «forro exterior de plancha de hierro hasta por debajo de la línea de flotación» y una «superficie curva» llamada reducto que «protegía por completo el flanco enfilado». Para su tamaño eran «verdaderos barcos de coraza, dotados de velas latinas, de gran marcha al remo» y cuyo efecto causaba terror en los enemigos.

Rodríguez (fuente también obligada en lo que a lanchas cañoneras y temas navales se refiere) afirma en su obra que, aunque estos barcos contaban con varios problemillas (su borda baja hacía que se pudiesen ir a pique con el mal tiempo), fueron revolucionarias. Tan convencido andaba nuestro Barceló de que revolucionarían la forma de combatir en pleno asedio de Gibraltar que sufragó de su propio bolsillo las dos primeras, así como las pruebas para demostrar su eficacia. El 29 de enero de 1870 tuvieron su bautismo de fuego cuando lograron salvar a una fragata española acosada por una pequeña flota británica. La efectividad fue tal que el mallorquín no tardó en escribir a Su Majestad Carlos III para comenzar su construcción a puñados. Y este, que de tonto no tenía un pelo, aceptó. Aunque, a la larga, varios problemas dilataron su producción en masa.

Contra tierra y mar

Cuenta Fernández Duro que, la primera vez que los ingleses las vieron desde Gibraltar, se burlaron de ellas. Pero, lo que son las cosas, no tardaron en pasar de la risa al llanto cuando se percataron de que atinarlas era un auténtico quebradero de mollera. Y no solo por su escaso tamaño, sino porque solían atacar como molestos moscones en plena noche y era «imposible apuntar a su pequeño bulto». En la ciudad causaron auténticos problemas al enemigo. «Noche tras noche enviaban sus proyectiles por todos lados de la plaza, haciendo cambiar de sitio los vecinos, sin dejarles un momento de reposo. Ni aún los hospitales se veían libres, que muchos enfermos fueron muertos en sus camas. Este bombardeo nocturno fatigaba a los soldados mucho más que el servicio de día», escribía el capitán de navío «british» Sayer en la época.

En Gibraltar, el cañoneo se hizo insoportable. A veces, «por casualidad o certeza de los artilleros», caía una bomba en un cuartel que obligaba a todos los ingleses a salir de sus casas. La única posibilidad que hallaron los defensores fue hacerlas saltar por los aires con sus cañones desde tierra, pero fue algo inútil. «Primeramente trataron las baterías de deshacerse de las cañoneras, disparando al resplandor de su fuego; después se advirtió que se gastaban inútilmente las municiones», completaba Sayer.

Lancha cañonera
Lancha cañonera

Rodríguez explica de forma pormenorizada las ventajas que tenían las lanchas también en los combates navales. El autor es partidario de que, «de nuevo, su pequeño tamaño las hacía casi imposible de ser alcanzadas con los rudimentarios sistemas de puntería de los barcos de la época». Las cañoneras, por su parte, podían batir adversarios mucho más contundentes si el viento estaba calmado o «caía» ya que «las cañoneras, propulsadas a remo, se situaban por los sectores menos defendidos del enemigo (a proa y a popa) y podían batirle casi impunemente de enfilada». En palabras del doctor en Historia, la única respuesta de los bajeles contrarios era cargar sus bocas de fuego con metralla y rezar para que alguno de los balines impactara sobre el casco o la tripulación. Por desgracia, si el aire arreciaba, la movilidad del contrario aumentaba, lo que hacía que no hubiese mucho que temer de ellas.

No debieron funcionar más las lanchas de Barceló, pues los ingleses terminaron copiándolas con algunas modificaciones. La principal: sustituir el cañón por una pequeña pieza de desembarco. Pero amigo, se batían el cobre con sus inventores… «Aunque inferiores en poder artillero, las lanchas británicas, sin el peso de la enorme pieza, eran más rápidas y maniobreras que las españolas y contaban con mayor dotación, por lo que intentaban abordarlas por el costado eludiendo el mortal fuego del cañón de proa. Esta táctica dio algún resultado en situaciones excepcionales, pero lo regular era que la formación española, en la que cada buque cubría al adyacente, rechazara el ataque», añade el experto. Las copias, que jamás llegan a la altura del original.

«Machacó el nido de piratas de Argel sin apenas bajas, casi gratis»

Las cañoneras españolas demostraron su efectividad en 1783. Ese año, Barceló recibió el mando de la flota encargada de castigar el infame nido de piratas de Argel. Con una fuerza compuesta por 4 navíos de línea, 4 fragatas, 4 balandras, 2 galeotas, 10 jabeques, 2 bergantines, 4 brulotes y estos pequeños ingenios, el 1 de agosto comenzó el ataque. Desde entonces, se lanzaron más de 7.500 proyectiles contra el lugar. «Fue un coste terrible para Argel, que tuvo que construir defensas y destinar hombres a ellas», determina el historiador. El plan fue todo un éxito, pues la región pidió la paz a España tras un duro castigo, cientos de bajas y edificios destruidos, y tan solo 30 muertos del bando hispano debido a la explosión repentina del cañón de una lancha. «Barceló machacó el nido de piratas de Argel sin tener apenas bajas. Casi gratis», completa Rodríguez. Barceló regresó como un héroe a España, donde murió en 1797.