El deterioro de la imagen de España en Europa ya se palpa tras la sentencia del Tribunal de Luxemburgo sobre Oriol Junqueras

Los últimos días han sido muy movidos, chocantes, pero la fecha en la que todo cambiará de verdad será el 13 de enero. Ese mediodía, si nada sucede entre medias, el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, arrancará la primera sesión del año en Estrasburgo, en el plenario, y siguiendo la costumbre saludará y dará la bienvenida a Carles Puigdemont y Toni Comín, los últimos incorporados.

El simbolismo del momento no se le escapará a nadie en Europa. Desde octubre de 2017, cuando se fueron de Barcelona, hasta la fecha, la puerta de las instituciones europeas ha estado cerrada a cal y canto para el ex president y sus consejeros. Nadie de la Comisión Europea o del Consejo, ningún embajador o alto funcionario, se ha reunido con ellos. Únicamente podían acceder a las instalaciones de la Eurocámara, invitados por sus colegas y amigos, pero incluso ahí los impedimentos han sido constantes. Una prohibición expresa de acceso cuando las diferentes euroórdenes que han pesado sobre ellos estaban en vigor. Cancelación de conferencias por cuestiones de seguridad. Una y otra vez, los organismos les han dicho que ése no era su lugar. Hasta ahora. Desde enero, salvo sorpresas, la institución será también su casa y la dimensión del conflicto político cambiará completamente.

La causa independentista ha atravesado diferentes fases en Bruselas. En los últimos compases de 2017 tocó máximos, tras las cargas de la policía el 1 de octubre y con la salida precipitada de medio Govern. Atención mediática intensa, entrevistas, portadas en medios de todo el planeta y un palo severísimo a la imagen de España. No sólo en los bastiones clásicos donde el separatismo tiene presencia, sino también en los nichos tradicionales del espíritu opuesto. Entre la opinión pública de la UE, entre funcionarios, diplomáticos y corresponsales, que trazaban comparaciones con regímenes autoritarios. Algunas voces pedían incluso a la Comisión que arrancara un proceso aplicando el Artículo 7 de los Tratados, como con Polonia o Hungría.

Desde entonces, poco a poco las reivindicaciones fueron diluyéndose. Pasó a ser una causa más entre muchas. No hubo ningún reconocimiento de la declaración unilateral de independencia y se desató una retórica muy agresiva entre sus filas contra las instituciones y sus líderes. Cambió también el Gobierno en Madrid y su estrategia de comunicación y pedagogía. Nunca desapareció del todo el interés, pero a los actos de Puigdemont ya sólo acudían españoles. Parecía una cuestión enquistada, de imposible resolución y condenada a languidecer. Hasta las elecciones europeas. Puigdemont, Toni Comín y Oriol Junquerassacaron escaño y ahora, según una sentencia del Tribunal de Justicia de la UE, es muy probable que vayan a ocuparlo.

«Esto cambia completamente el juego. No las reglas, pero sí el desarrollo», apuntan altas fuentes comunitarias. «No es lo mismo hacer ruido desde la rotonda de Schuman [donde se ubican la sede de la Comisión y el Consejo] que desde el escaño en el plenario. No se me ocurre ningún escenario en el que esto no vaya a pasarle factura a la imagen de España y del Gobierno», añaden.

Carles Puigdemont, entre los ex consejeros Toni Comín y Lluís Puig, al acudir el viernes a acreditarse al Parlamento Europeo.Johanna Geron

El precedente de Varsovia

El deterioro ha empezado ya, siguiendo los pasos de 2017 y 2018. El viernes, a las 11.45 de la mañana, cuando Puigdemont y Comín llegaron a la sala de acreditaciones del Parlamento Europeo, les acompañaba tomando notas Jean Quatremer, corresponsal de Libération, uno de los periodistas más influyentes y que en los últimos meses ha criticado reiteradamente a las autoridades españolas. En la edición de esa mañana del Playbook de Politico, una newsletter que recibe todo el mundo en la burbuja comunitaria, el resumen era claro: «Un dolor de cabeza que repercutirá en todas las instituciones de la UE y más allá (…) una decisión que tendrá implicaciones, aunque todavía no está claro cuáles».

El texto afirmaba dos cosas. La primera, que «la decisión deja claro que el movimiento independentista catalán es un asunto europeo, guste o no, y que el poder judicial español fue demasiado lejos al impedir a Junqueras» convertirse en eurodiputado. La segunda, que la sentencia en sí, «al mismo tiempo, es un ejemplo de que las leyes se están respetando» en España, pues fue el Supremo el que preguntó al TJUE, pero con una muletilla dolorosa: «De momento».

La referencia no es casual. Horas antes, la nueva Comisión de Ursula von der Leyen ya empezaba a recibir preguntas en su rueda de prensa diaria sobre si era necesario proceder contra España de la misma forma que contra Varsovia, cuestionando el imperio de la ley y la independencia del poder judicial.

Es evidente, hablando con diplomáticos y funcionarios, que su opinión se ha ido matizando. Una sombra de duda que crece a raíz de las resoluciones judiciales en contra de los tribunales españoles. «Nadie que no sea español conoce todos los detalles, y por eso el juicio siempre es algo ligero, vale, pero… ¿qué pensarían ustedes si la justicia de Reino Unido, Alemania, Suiza, Bélgica y ahora el TJUE le dijera a otro país que está haciendo las cosas mal, que lo que pide es desproporcionado o que debía haber permitido a políticos que están encarcelados recoger su escaño? Ya no es una vez ni dos. Da igual si en el fondo llevan incluso razón, es insostenible», explican voces críticas de otro país del sur.