El Espíritu Santo I

El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, es consustancial a ellos y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoarción y gloria. Es la tercera persona de la Trinidad santísima. Ésta es la fe de la iglesia, basada en cuanto Dios mismo nos ha revelado. En efecto, Dios se nos ha revelado como Amor (1 Jn 4, 8). El Padre, principio sin principio, ama y se da totalmente al Hijo; y el Padre, juntamente con el Hijo y a través de él, ama y se da al Espíritu Santo.

El Espíritu Santo se ha “revelado” progresivamente, en diversos momentos del Antiguo Testamento. Ya en la creación, dice la Escritura, aparece aleteando sobre las aguas que son el símbolo del caos (Gn 1, 2). Más tarde, aparece actuando en la historia de Israel, pues suscita y da fuerza a los jueces que libran al pueblo elegido de sus enemigos (Jc 3, 10; 14, 6), e inspira a los profetas (2 R 2, 9; Mi 3, 8). Finalmente, los profetas anuncian que en los tiempos mesiánicos el Espíritu será derramado a todos (Jl 3, 1-5; Hch 2, 17-21).

En el Nuevo Testamento su revelación se completa. El Espíritu Santo desciende sobre María para realizar en su seno la encarnación del Hijo (Lc 2, 35). En el bautismo de Jesús a orillas del Jordán lo unge para la misión mesiánica (Lc 3, 22). Y, a lo largo de vida pública de Jesús, se hace presente: lo lleva al desierto (Mt 4, 1), lo impulsa a predicar en Galilea (Lc 4, 14.18), lo llena de gozo (Lc 10, 21), le mueve a expulsar demonios (Mt 12, 28).

Pero el Espíritu Santo no sólo está presente en la vida y misión de Jesús, sino que su misterio nos es revelado en forma más plena precisamente a través de Jesús: durante la última cena lo llama ‘consolador’, ‘Espíritu de la verdad’; y dice que él lo enviará a sus discípulos, que le dará gloria pues los llevará a la verdad completa (Jn 16). Y, una vez resucitado, al enviar a los discípulos para que prolonguen en historia la misión que él había recibido del Padre, Jesús sopa sobre ellos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo”. Este soplo o aliento suave de Jesús es la potencia con la que estos discípulos predicarán, bautizarán y harán discípulos a todas las gentes. Finalmente, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo es enviado sobre los apóstoles de manera abierta y pública, y así quedan cumplidas las promesas mesiánicas (Hch 2, 17-21). Es enviado sobre ellos como un viento impetuoso, símbolo de la vida nueva, y como lenguas de fuego que los purifica y los impulsa a dar testimonio de Cristo muerto y resucitado para la salvación de los hombres.

Los dones del Espíritu Santo son unas gracias o aptitudes especiales que el mismo Divino Espíritu infunde en el alma de los cristianos a través de los Sacramentos, la oración y la fidelidad a la voluntad de Dios para enriquecer, perfeccionar y hacer del alma de cada uno mas dócil a las inspiraciones y luces de la gracia actual y también para vencer en la lucha contra los siete pecados capitales. Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, y temor de Dios.

El don de sabiduría, el más trascendente de todos, nos perfecciona en el conocimiento de Dios, nos ayuda a contemplar con agrado las cosas de Dios e imprime en nuestro corazón un deseo grande de los bienes del cielo.

El don de entendimiento nos facilita la comprensión en profundidad de las verdades reveladas y los mas sublimes misterios y nos descubre el sentido actual y auténtico de la palabra de Dios.

El don de ciencia nos proporciona un conocimiento práctico del sentido de las criaturas y su referencia al Creador y nos ayuda a comprender la intima relación entre las verdades de fe y las realidades del orden natural.

El don de consejo ilumina nuestra inteligencia y nos guía en las dudas que se nos plantean, a la hora de actuar y de ayudar a otros, a elegir los medios a emplear para realizar lo mas agradable a Dios y mas conveniente para nuestra felicidad actual y futura.

El don de fortaleza es una virtud que lleva a nuestra voluntad a ejecutar aquello que sea necesario para perseverar en el obrar, de acuerdo con la voluntad de Dios, por muy costoso y difícil que parezca.

El don de piedad nos inclina a tener presente a Dios en todos los quehaceres y momentos de nuestra vida, a sentir la necesidad de honrarle, alabarle y agradecerle esta presencia, al tiempo que nos anima a confiar en Él y, a pedirle, con confianza, aquello que necesitamos.

El don de temor de Dios nos impulsa a huir de todo pecado voluntario, por pequeño que sea, por “miedo” a perderle y alejarnos de su Amor.