Las virtudes II (Las virtudes teologales: la Fe)

Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano, vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad.

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que “la fe actúa por la caridad” (Ga 5, 6). La fe es el asentimiento firme que damos a una verdad, fundamentados en el testimonio y autoridad de otro. La fe puede descansar en el testimonio del hombre o de Dios. Si se apoya en la autoridad de un hombre, la fe es humana; mas si tiene por fundamento la palabra de Dios, entonces es divina. Toda persona que conoce una cosa y la comunica a los demás es testigo de ella, y el acto de manifestarla se llama testimonio. El testimonio es humano si lo da un hombre, y se llama revelación si lo da Dios.

La fe divina tiene campo extensísimo y puede considerarse bajo múltiples aspectos: así puede ser objetiva y subjetiva. La primera atiende al objeto, es decir, a lo que se cree; y la segunda a las disposiciones del que cree y al modo de ejercitarla. La fe divina puede considerarse como virtud y como acto. Como virtud: “Es un habito sobrenatural por el cual, mediante la gracia, creemos ser verdadero todo lo que Dios ha revelado, no porque la razón natural lo perciba, sino por la autoridad del mismo Dios que lo revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos”. (Concilio Vaticano). Como acto: “Fe es la firme adhesión del entendimiento a una verdad revelada, por la autoridad del testimonio infalible de Dios”.

La fe nos impone dos clases de obligaciones: unas son positivas y otras negativas. Tanto unas como otras están terminantemente prescritas por Jesús, el Hijo de Dios, con estas palabras: “A todo aquel que me confesare delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre celestial. Pero a todo aquel que me negare delante de los hombres, yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos (Mat. X, 32-33).

Son obligaciones positivas de la fe las que prescriben la instrucción religiosa y los actos internos y externos de la fe. La fe nos obliga a conocer todos los artículos del Credo para saber lo que hemos de creer; el decálogo, los preceptos de la Iglesia, los sacramentos, el catecismo y las principales oraciones, para saber lo que hemos de practicar.

Hay obligación de hacer actos de fe internos. Por ejemplo: cuando se llega al uso completo de la razón, cuando ya se conocen las verdades reveladas; los catecúmenos cuando conocen suficientemente la fe; y los apóstatas cuando vuelven a ella. También muchas veces durante la vida, principalmente en las tentaciones graves contra la fe, o para cumplir algún precepto que requiere fe. Por último en la hora de la muerte. En todos estos casos basta con la confesión implícita de la fe; por ejemplo: hacer la señal de la cruz, besar el crucifijo, oír la santa misa, etc.

Dice el Código de Derecho Canónico que hay obligación de confesar la fe públicamente, aun con peligro de la propia vida, cuando el silencio o la manera ambigua de hablar o de obrar pueden interpretarse como negación implícita de la fe, o suponer desprecio de la religión, injuria a Dios, o escándalo para el prójimo (canon 1.325); es decir, cuando así lo exijan la gloria de Dios, el propio interés espiritual o la caridad para con el prójimo.