Un oasis en la Cañada Real

Ser niño en La Cañada Real significa no conocer lo que es ir al parque ni pisar un campo de fútbol ni saber cómo se hacen los deberes en una mesa de estudio. Sin embargo, estos pequeños sí que han paladeado el sabor de la pobreza y de los estigmas.

Intentar mantener unos hábitos de estudio entre los escombros, la chatarra y las chabolas puede ser una misión imposible para estos chavales. Por eso, desde hace 7 años, Cáritas ha puesto en marcha unas aulas de refuerzo con el fin de que los escolares de Primaria y de ESO acudiesen por las tardes a clase, pero también a jugar, a merendar y a ducharse si así lo necesitan.

Las aulas, situadas en una antigua fábrica de muebles, se han convertido en un pequeño oasis en medio de La Cañada Real, el mayor núcleo de infraviviendas de España. En este lugar, a escasos 15 kilómetros de Madrid, viven entre 7.000 y 8.000 personas, en su mayoría marroquíes, gitanos rumanos y gitanos españoles.

La zona de intervención de Cáritas Diocesana de Madrid se sitúa en el sector 6, un área de una pobreza extrema, con un camino de tierra sin asfaltar. Allí empezaron a trabajar con los niños de Primaria y la ESO, pero se dieron cuenta de que, al comenzar la enseñanza obligatoria, los críos tenían graves problemas para adaptarse y coger el ritmo de la escuela.

Por este motivo, decidieron comenzar antes con las aulas de refuerzo y arrancar desde los 3 hasta los 6 años, con el fin de que los pequeños adquiriesen cuanto antes hábitos de estudio.

Escuela de familias

A estas aulas infantiles, financiadas por la Fundación Mutua Madrileña, acuden 40 niños durante dos tardes a la semana. En ellas hacen la asamblea, fabrican collages y manualidades, practican psicomotricidad y reciben una buena merienda, por si, más tarde en su casa, no tienen nada que llevarse a la boca.

Los avances se notan enseguida y los críos ya no acuden tan frustrados al cole porque son capaces de coger el ritmo. «Desde los centros educativos nos han dicho que eran niños que antes estaban cohibidos y no participaban y, ahora, se atreven a hablar en clase», explica Ana Encinas, la educadora infantil.

Para acudir a estas clases es necesario cumplir dos requisitos: que el niño esté escolarizado y que sus padres acudan a la escuela de familias. Los educadores se dieron cuenta enseguida de que la mejor manera de ayudar a los niños era trabajar con los progenitores. Y utilizaron el gancho de los menores para poder ocuparse de toda la familia.

Una profesora, en el aula infantil.OLMO CALVO

De esta forma, las madres acuden por las mañanas a talleres de alfabetización, costura, cuidado personal y, sobre todo, de habilidades sociales. Algunas madres apenas salen de las chabolas y estos encuentros se han convertido en su válvula de escape, donde también reciben consejos sobre la educación de los chiquillos. «Yo aquí he aprendido a defenderme y a ser asertiva. Antes me callaba y, ahora, he aprendido a no callarme. Hay que decir las cosas», asegura Abla, una madre que lleva a tres hijos a las aulas de Cáritas.

Otra de las medidas que han tomado en este proyecto, capitaneado por Pablo Choza, es que cada tarde una madre acuda para ejercer de profesora como una manera de empoderar a estas mujeres, algunas de ellas, analfabetas.

Las clases cuentan con bibliotecas y hospitales de cuentos, por si se rompen, y no hay rincones de pensar, sino que se utilizan para la resolución de conflictos. Por ejemplo, si hay una pelea, un niño cuenta lo que ha pasado, el otro da su versión y un tercero hace de mediador con el fin de que hagan las paces.

Las profesoras reciben además la ayuda de dos voluntarios que asisten todas las tardes a entretener a los niños: «Estaba prejubilado y tenía mucho tiempo libre. Empecé hace tres años y, enseguida, me enganché. Es de lo más gratificante. Lo que más necesitan estos niños es cariño», relata Luis Torres, uno de los voluntarios.

Curiosamente, su labor es fundamental para que los chavales rompan con los roles de género, que están acostumbrados a vivir en sus casas: «Al principio, cuando me veían fregar se me quedaban mirando y flipaban. Está bien a que se acostumbren a que un hombre también puede hacer estas tareas», continúa Torres.

Encinas, la profesora de Infantil, resume bien lo que significan estas aulas para los niños en claro riesgo de exclusión: «Pretendemos que sueñen lejos y que no se detengan ante las barreras de este lugar. Les queremos dar los derechos que la vida les ha quitado. Es algo esencial para sus existencias».