Un día cualquiera en Tabarnia, la crónica de la Diada de la Cataluña no nacionalista

Mientras los separatistas ocupaban como cada año el centro de Barcelona, lo interesante ayer era darse un paseo por el litoral sur de la ciudad. En teoría, era el día nacional de Cataluña; esa jornada en que la región se sumerge en una hipnosis colectiva para intentar autoconvencerse de que es nación. El catalanismo desea imitar al 4 de julio americano o el 14 del mismo mes en Francia pero, como la burra no da para tanto, ayer en la zona costera entre Barcelona y Tarragona –una grandísima franja intensamente poblada– el discurrir de los peatones no parecía estar por la labor. Pasando pueblo a pueblo desde Gavá hasta más allá de Calafell (para entendernos: la zona donde tienen sus casas los rumberos de Estopa), la vida era simplemente la de un domingo por la mañana. No se veía ninguna bandera; ni catalana, ni española. No habían manifestaciones ni marchas. Los paseos estaban llenos de gente, los comercios estaban abiertos y la gente sencillamente aprovechaba para hacer sus compras. Jubilados y trabajadores marroquíes tomaban el aperitivo a las doce en las terrazas en una imagen claramente más veraniega que política. Resulta curioso comprobar cómo la gente de la Cataluña central y el Bages se dirige a Barcelona cada Diada para gritar consignas y, en cambio, la población de la zona de influencia natural de la capital se va sencillamente ese día a ignorarlos disfrutando de la playa.

Todo muestra un panorama donde ha desaparecido cualquier comunidad posible de valores. Unos tienen unos y otros tienen otros absolutamente diferentes. Se habla de fractura y nadie es capaz de definir de una manera precisa si es fractura política, social o de convivencia. Pero está claro que, para unos, Torra es un filántropo de la genética que debería sustituir a Felipe VI y, para otros, no es nada ni remotamente parecido a un presidente, sino el más adecuado relevo de Krusty, el personaje de los Simpson. Los dos proyectos administrativos son tan diferentes y sus valores y símbolos tan alejados que, con buen juicio, ambos grupos de catalanes deciden ignorarse en la cotidianidad para no discutir.

El no hablar de aquello que nos separa, sino de lo que nos une, ha sido habitual en la región para mantener la convivencia. Parecía razonable para evitar enfrentamientos, pero ahora ya nadie sabe si realmente era una buena idea. Las cuestiones no abordadas se corrompen, fermentan y crean distancia. El frágil equilibrio se ha roto por la irresponsable actitud excluyente de TV3, el uso de las instituciones para exclusivo catalanismo y la curiosa idea separatista de que sólo se debe dialogar con quien no muestre ninguna disidencia.

Los separatistas paradójicamente han autolesionado su ideario: Pujol se pasó cuarenta años intentando que el eslogan «somos una nación» fuera aquí dogma indiscutible. Pero, si aplicamos la canónica definición de Renan sobre nación, los hechos afloran que los catalanes no tenemos una única voluntad. Para empezar, hay como mínimo dos, si no más. Un millón de catalanes quiere hacer excursiones con tractores, desde el campo a Barcelona, en los días de fiesta. Y otro millón se va a la playa a esperar que, en veinticuatro horas, los visitantes abandonen la ciudad para volver a sus obligaciones, mientras las palabras «república» y «represión» les parecen simples delirios. O sea que, al final, no somos una nación e incumplimos todas las definiciones en ese sentido. Es como si un líder se hubiera pasado cuatro décadas repitiéndoles a una bandada de avestruces que son mamíferos y una gran parte de ellos vivieran convencidos de serlo.