Estrenos de cine: «Casi 40»: más gordos, más calvos, más viejos… más sabios

El cine de David Trueba siempre ha tenido una mirada de dulce nostalgia, un concepto para el que seguro que los alemanes tienen un término concreto, como ‘schadenfreude’ —la alegría que se siente por la desdicha ajena— o ‘wanderlust’ —el deseo de hacer un viaje—, pero que al español se le cuela por las grietas de la abstracción. La mirada de Trueba hacia el pasado siempre ha tenido el puntito luminoso de los cuentos, del saber de antemano que por muchas penurias que pasen siempre espera un final feliz. O al menos la ilusión de tal. Personajes estoicos que se enfrentan a los reveses —o al simple devenir natural de la vida— con sencillo optimismo. Pero el David Trueba de ‘Casi 40’ parece otro. O es otro.

Porque en su última película acaba pesando más el poso de amargura, independientemente de que el director se agarre en la última escena —y en algún que otro momento de la película— al clavo ardiendo. Se siente casi como forzado, como el deber de cumplir lo que los demás esperan de él, como un párroco en plena crisis de fe. Porque el amor es sobre todo una cuestión de fe, cuentan por ahí.

Para ‘Casi 40’, el cineasta, escritor, articulista e intelectual —de los amables— recupera a los dos actores que protagonizaron, allá por 1996, su ópera prima, ‘La buena vida’Fernando Ramallo y Lucía Jiménez debutaron en el cine de la mano del director madrileño, con el que comenzaron una carrera que, por inexistente, solo podía ir hacia arriba. Y ahora, entrelazándose el cine y la vida, vuelven a reunirse los tres para hacer balance del amor, del éxito, de los sinsabores de la vida y del implacable paso del tiempo. Estaremos más gordos, más calvos y más viejos, pero al menos habremos aprendido algo por el camino.

Lucía da vida a Lucía, una cantautora que tuvo algún que otro gran éxito años atrás y que por la maternidad, la familia y cierto descreimiento ha dejado medio aparcada su carrera musical. Fernando da vida a —¿en algún momento dicen su nombre?—, el perpetuo insatisfecho que ha pasado por infinidad de trabajos e infinidad de países en busca de quién sabe qué y que ha acabado montando una empresa de distribución de cosmética ecológica. Los dos fueron sus respectivos primeros amores de adolescencia.

Y ahora él le propone a ella una pequeña gira por los pueblos de Castilla para desempolvar la guitarra. Los dos piensan que le están haciendo el favor al otro pero en realidad ambos tienen la posibilidad de fantasear durante algunos días —una fantasía perpetuamente frustrada— de recuperar algún rescoldo del pasado: él, a ella, ella, el espejismo de una carrera. Lucía es una reliquia del pasado, una cantante a la que solo pueden ir a ver los que ya no tienen otra cosa que hacer. En una de las librerías en las que actúa, la dueña le explica a Lucía: «Aquí caben unas 15 personas, es muy pequeñito. Ponemos las sillas plegables y una vez sentados no pueden salir. Es un público cautivo», escribe el Trueba guionista con guasa.

‘Casi 40’ es una ‘road movie’ de provincias, pequeñita, introspectiva, consciente de su propio tamaño, en la que el encanto se construye con unos diálogos certeros, cáusticos y bien engranados. Trueba busca una imagen naturalista —incluso con fueras de foco que buscan la proximidad al material de una película casi en bruto— en el que el paisaje homogéneo y decadente de Castilla y León sirve de telón de fondo visual y alegórico.

En una relación siempre hay alguien que quiere arrastrándose más, entregándose más, y en este caso él representa al hombre entregado, paciente y sumiso —el pagafantas, vamos—, mientras ella, princesa convertida en estrella venida a menos, siempre se mantendrá en el pedestal en tanto en cuanto no se materialice, no baje a tierra, no esté al alcance. Él se presenta como el eslabón débil, el pagafantas, y ella la que lleva el volante, aunque a veces, en el amor, las dinámicas que se observan en la superficie pueden ser engañosas.

Entre concierto y concierto los dos personajes van recomponiendo las memorias de su pasado en común, una de esas relaciones insignificantes a nivel temporal pero fundamentales en el orden cronológico y emocional. Trueba va alternando momentos musicales —en esta película David y Jonás se acercan más que nunca— con esas reflexiones suyas tan ingeniosas e irónicas —¿será que los japoneses no son felices porque no roban?— y con punzadas tan certeras como acres —¿no sabes que las mujeres cuando llegamos a los 40 años estamos llenas de inseguridades?—. Aunque los diálogos a veces revisten de un tono demasiado literario —e incluso relamido—, guardan frases tan enmarcables como «A los hombres no les gusta que les enseñen nada; creen que pueden aprenderlo todo ellos solos». Y por eso hay tanto hombre aburrido. O ¿eso es ya de cosecha propia?

La pequeña escapada de la ‘pareja’ de ‘Casi 40’ acaba sirviéndoles para, en cierta forma, quitarse las tonterías de la cabeza y ser conscientes del cristal aberrante a través del cual miramos al pasado. La añoranza tiene mucho de dañino. Porque una vez desnudo de romanticismo, el ayer no resulta tan idílico. Y una vez desnudo de autocompasión, ni el presente ni el futuro resultan tan desasosegantes. ¿O sí?