El Espíritu Santo y la Santísima Trinidad

El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio, por operación de la voluntad: es verdad revelada en el Nuevo Testamento. Dios ama necesariamente porque tiene inteligencia y por consiguiente voluntad. El primer objeto del amor del Padre es su unigénito Hijo. El Padre ama al Hijo, y el Hijo ama al Padre: ambos se aman con amor enteramente divino, espiritual y sustancial. Esa corriente reciproca de amor divino se llama Espíritu Santo, y es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo no es una mera fuerza de Dios. Es la tercera persona de la santísima Trinidad. Su carácter divino aparece en su condición de Espíritu creador (Cf. Gen 1, 2 3). El hecho de que proceda del Padre y del Hijo prueba que procede de ambos dentro de la misma Trinidad. Por ello la Iglesia bautiza desde el principio en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu.

No es verdad, por tanto, el que la Trinidad sea un misterio remoto, irrelevante para la vida de todos los días. Por el contrario, son las tres personas más «íntimas» en nuestras vidas: no están fuera de nosotros, sino que están dentro de nosotros. «Hacen morada en nosotros» (Juan 14, 23), nosotros somos su «templo». Cuando nosotros amamos, se forma en nuestra alma un amor accidental, mas en Dios ese amor mutuo entre las dos divinas Personas, a más de ser infinito como ellas, es también sustancial, personal, perfectísimo e idéntico a Sí mismo. Esto no resulta fácil ni inteligible para los que no entendemos más que en producción material; pero es verdad. Este mutuo amor eterno, inmenso, necesario y permanente, da lugar a una tercera Persona, que se llama Espíritu Santo, porque procede del Padre y del Hijo, por espiración espiritual de santidad y amor.

Pero, ¿por qué creemos los cristianos en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que Dios existe como para añadir también que es «uno y trino»? ¡Los cristianos creen que Dios es uno y trino porque creen que Dios es amor! La revelación de Dios como amor, hecha por Jesús, ha «obligado» a admitir la Trinidad. No es una invención humana. Si Dios es amor, tiene que amar a alguien. No existe un amor «al vacío», sin objeto. Pero, ¿a quién ama Dios para ser definido amor? ¿A los hombres? Pero los hombres existen tan sólo desde hace unos millones de años, nada más. ¿Al cosmos? ¿Al universo? El universo existe sólo desde hace algunos miles de millones de años. Antes, ¿a quién amaba Dios para poder definirse amor? No podemos decir que se amaba a sí mismo, porque esto no sería amor, sino egoísmo o narcisismo.

Esta es la respuesta de la revelación cristiana: Dios es amor porque desde la eternidad tiene «en su seno» un Hijo, el Verbo, al que ama con un amor infinito, es decir, con el Espíritu Santo. En todo amor siempre hay tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado, y el amor que les une. El Dios cristiano es uno y trino porque es comunión de amor. En el amor se reconcilian entre sí unidad y pluralidad; el amor crea la unidad en la diversidad: unidad de propósitos, de pensamiento, de voluntad; diversidad de sujetos, de características, y, en el ámbito humano, de sexo. En este sentido, la familia es la imagen menos imperfecta de la Trinidad. No es casualidad que al crear la primera pareja humana Dios dijera: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Génesis 26-27).

Las tres divinas Personas tienen propiedades personales e incomunicables. Así, el Padre es la primera Persona de la Santísima Trinidad, porque no procede de nadie, y es principio de las otras dos; por esto se dice que es Ingénito. El Hijo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad y su único principio es el Padre: de ahí que se llame Unigénito, Verbo, Logos, Sabiduría, esplendor, imagen sustancial del Padre. El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; procede del amor reciproco del Padre y del Hijo, y se llama Paráclito o Consolador, Don del Altísimo y Amor de Dios. Las propiedades personales expresan, pues, paternidad, filiación y espiración personal. Esas propiedades son incomunicables, porque el Padre no es ni puede llamarse Hijo: es principio sin principio; el Hijo no es ni puede llamarse Padre ni Espíritu Santo, y el Espíritu Santo no es ni puede llamarse Hijo ni Padre, ya que procede de la voluntad de los dos por espiración o amor.

Las tres divinas Personas, aunque distintas, tienen propiedades comunes, pues las tres son igualmente infinitas y eternas y perfectamente iguales en toda perfección, sin asomo de diferencia. Ninguna es ni más antigua, ni más poderosa, ni más santa que las otras. Lo que una hace, con el mismo acto lo hacen las tres. Y aunque cada una es Dios y todo Dios, sin embargo, no son tres dioses ni tres naturalezas distintas, porque las tres tienen una misma y única naturaleza divina.

En el alma del hombre en gracia de Dios, según testimonio de Jesucristo, están presentes las tres divinas Personas (Jn XIV, 23, 16-17). Esta verdad nos recuerda San Pablo, cuando dice a los corintios. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros? (I Cor. VI, 19). Por todo ello, las tres divinas Personas tienen derecho a nuestra más profunda gratitud nacida del corazón, pues a Ellas debemos la existencia, la conservación de la vida y todo cuanto somos; la redención y la santificación de nuestras almas.

La vida cristiana se desarrolla totalmente en el signo y en presencia de la Trinidad. En la aurora de la vida, fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y al final, junto a nuestra cabecera, se recitarán las palabras: «Marcha, oh alma Cristiana de este mundo, en el Nombre de Dios, el Padre omnipotente que te ha creado, en el nombre de Jesucristo que te ha redimido, y en el nombre del Espíritu Santo que te santifica».

La Beatísima Trinidad es nuestro fin y será nuestra felicidad eterna en el cielo. Al trazar sobre nosotros la señal de la cruz, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo hemos de hacerlo siempre con un profundo respeto, recordando a las tres divinas personas que tanto nos aman y a las que les debemos todo lo que de valioso somos y poseemos. Por eso los cristianos hacemos frecuentemente la señal de la cruz, recordando a la Santísima Trinidad: al levantarnos, al salir de casa, al comenzar un trabajo, al iniciar una oración, al entrar en una Iglesia, al bendecir la mesa, al comenzar una reunión, al irnos a dormir… Tener presencia de Dios, haciendo la señal de la cruz, nos recuerda que somos hijos de Dios, hermanos de Jesús, y por Él y, gracias al Espíritu Santo, hermanos de todos los hombres.