Cuando España se ‘independizó’ de Cataluña

En la fachada de un edificio de Madrid, que puede ser cualquiera de la ciudad y casi cualquiera del país, cuelgan todavía media docena de banderas de España, una tan descolorida que parece la casa de un austriaco. En este edificio hay también una senyera catalana (sin estrella) y un papá noel agarrado a un balcón que uno no sabe si está escalando o tratando de escapar por la ventana hacia el exilio.

«¿Que por qué puse la bandera española? Pues para que se enteren».

El vecino del cuarto se refiere a los catalanes, claro. Según una encuesta realizada por GAD3 para Societat Civil Catalana y presentada esta semana, casi el 84% de los españoles se reconocen «preocupados» por el llamado procés independentista y más del 87% creen que el conflicto ha afectado a la imagen de Cataluña.

Rafael es uno de ellos. Otro vecino cualquiera. No tiene bandera en casa, ni papá noel. Está en Madrid, es valenciano, vive en Tenerife y tiene familia en Cataluña. También tiene su porcentaje de preocupación y uno de esos grupos de WhatsApp familiar en los que antes se mandaban memes y ahora sólo se mandan a la mierda. «Para mí Cataluña era un ejemplo de lo que tenía que ser España. Lo típico: la comunidad más europea, donde pasaba todo, donde estaban los mejor eventos deportivos, la mejor agenda cultural… Yo admiraba a los catalanes y me ha sorprendido mucho que, por la ideología de un grupúsculo, Cataluña se haya convertido en una comunidad follonera. Sé que no podemos generalizar, pero mi sensación es que se han aborregado y han perdido el sentido común. Y estoy tan cansado del dichoso procés que tengo ganas de que se piren, hagan su aldea vikinga y se queden en su reducto».

El 90% de todos los españoles y el 87% de los catalanes están convencidos de que la actual situación ha afectado a la relación entre Cataluña y España. Pero, ¿cómo ha afectado?

Antonio Valdecantos (Madrid, 1964) es filósofo, ensayista y catedrático de la Universidad Carlos III: «Da la impresión de que en el resto de España existía, casi hasta el último momento, una especie de ceguera voluntaria ante la cuestión catalana, como si suscitara una mezcla de incredulidad (‘al final no pasará nada’), de aburrimiento (‘allá ellos con sus cosas’) y de desdén (‘que nos dejen en paz’). Y cuando el asunto cobró ya un rostro torvo, las reacciones pusieron de manifiesto esa falta de reflexión y casi todo el mundo se quedó sin saber qué decir. Se ha asumido de manera fatalista que la ruptura cultural y mental es un hecho irreversible, pero no se han sacado las consecuencias pertinentes: una España que admitiera que Cataluña está ya en otra onda se convertiría en un país mutilado, de manera que es natural que se prefiera no asumir esa desagradable verdad. También cabe la reacción de quien habiendo perdido un ojo, dice: ‘Peor para el ojo’».

La reacción del resto de España ante lo que estaba ocurriendo en Cataluña ha pasado por pitar a Piqué en cada estadio, cantar por Manolo Escobar, aquellos rugidos marginales de «a por ellos» antes del 1-O y engalanar los balcones como si Iniesta le marcara a Stekelenburg cada domingo.

«Más allá de las anécdotas, no hay duda de que la crisis catalana ha reforzado la identidad española», sostiene Carmen González Enríquez, investigadora principal del Real Instituto Elcano y catedrática de Ciencia Política de la UNED.

En junio del año pasado, antes de que la tensión se desbordara en Cataluña, presentó un informe que hablaba del «declive de la identidad nacional» y radiografiaba González Enríquez el «complejo de inferioridad» que arrastramos desde el franquismo los españoles, a la cola de Europa en autoestima. «El abuso de los símbolos y la retórica nacionalista por parte de las autoridades franquistas creó el efecto contrario tras la Transición: el rechazo al nacionalismo español y a sus símbolos, la bandera y el himno, por su identificación con ese período. A la vez, los movimientos nacionalistas periféricos y el entusiasmo con el que la izquierda española los apoyó como liberadores durante la Transición y en años posteriores, contribuyeron aún más a debilitar ‘lo español’, hasta el punto de que la exhibición de una bandera española pasó a ser indicador de una ideología conservadora cuando no de nostalgia por el franquismo. La misma palabra ‘España’ resultó sospechosa y fue sustituida a menudo por ‘el Estado español’, una expresión de escasa resonancia emotiva», decía su estudio.

Uno de los efectos que ha tenido el procés ha sido romper ese estigma, reflexiona hoy la investigadora. «La débil identidad española se ha reforzado ante la aparición de un enemigo, alguien que amenaza con romper la unidad territorial del país, y se ha liberado la expresión de esa identidad nacional con esta profusión de banderas nacionales por todas partes que vemos hoy».

‘Nacionalismo español’

¿Qué hay detrás de esas banderas, además del aparato de aire acondicionado? ¿Son de derechas todos los que exhiben hoy la rojigualda? «Es muy difícil afirmar esto», admite Valdecantos, «pero no me imagino a muchas personas de izquierdas colgando la bandera en el balcón, si no es por el fútbol. España tiene un sano desapego a esos símbolos nacionales por los que en otros países derraman lágrimas y sería lamentable que de pronto nos volviéramos amantes de esta clase de hábitos».

Jordi Muñoz, politólogo valenciano e investigador en la Universitat de Barcelona, escribió en 2013 un ensayo sobre la «construcción política de la identidad española» y hablaba del tránsito desde el nacionalcatolicismo franquista a lo que él llama «patriotismo democrático», cimentado alrededor de la fiel adhesión a la Constitución del 78 y a la Transición como «mitos nacionales», el estatus del castellano como idioma común y el reconocimiento de la pluralidad interna del país sin cuestionar nunca el carácter indivisible de la nación.

Para Muñoz, la existencia de un nacionalismo español en España es incuestionable. «La ideología que quiere hacer coincidir las fronteras del Estado español con las de la nación española es el nacionalismo español y la dialéctica con los nacionalismos periféricos -catalán y vasco, principalmente- es un elemento constante en la construcción del nacionalismo español a lo largo del tiempo. También ahora».

Según Carmen González Enríquez es complicado hablar de un nacionalismo español frente al catalán porque los nacionalismos se definen «contra algo» y España nunca ha tenido nada contra lo que definirse. «No hemos participado en guerras mundiales, no hemos tenido fronteras cambiantes ni hemos sido víctimas de amenazas externas. El nacionalismo catalán significa el deseo de construir un Estado independiente pero eso en el caso español no tiene sentido porque ya tiene ese Estado».

Tampoco lo ve Antonio Valdecantos: «No, descontando episodios muy minoritarios, no lo hay en el sentido más castizo y agresivo del término y yo no lo echo de menos».

Jordi Muñoz, por contra, sí distingue un nacionalismo español con unas características distintas a otros nacionalismos de Estado de nuestro entorno. «Cuando el nacionalismo de Estado no tiene que hacer frente a ninguna amenaza interna o externa, se convierte en un ‘nacionalismo banal’, que decía Michael Billig. La presencia de la bandera o de los símbolos y lenguaje nacionales en muchos países pasa casi inadvertida, se normaliza y pierde relevancia hasta hacerse casi invisible. En cambio, cuando un nacionalismo se enfrenta a un reto como el que plantea el independentismo catalán ahora, o antes el vasco, entonces se mantiene despierto y explícito».

Según el politólogo valenciano la reacción del españolismo ante el procés no es nueva y sigue un patrón similar al de años anteriores. En 2006, en pleno conflicto por la aprobación o no del Estatuto catalán y con el PP en la calle recogiendo firmas, ya hubo llamamientos al boicot. Y aún antes, en 1918, durante la primera campaña autonomista, o en 1932, cuando se aprobó el primer estatut, se repartían pasquines en Madrid que decían: «¡Comerciantes! ¡Pueblo! Hasta no saber a qué ateneos, no compréis productos catalanes».

«No veo nada nuevo bajo el sol; ya hubo boicot y gritos de ‘puta Barça, puta Cataluña’ en los estadios. Es sólo una repetición de algo que ya hemos visto y que expresa un rasgo más o menos permanente del nacionalismo español», insiste Muñoz. «Puede tener algún rasgo nuevo porque la historia nunca se repite exactamente igual, pero creo que la corriente de fondo es la misma».

Según la encuesta de Societat Civil, un 70% de los españoles está en contra del boicot a los productos catalanes, cuatro de cada diez ciudadanos residentes fuera de Cataluña tienen sus ahorros en entidades catalanas y uno de cada cuatro es hincha del Barça o del Espanyol.

«El boicot es una reacción cazurra de quien se cree un dechado de justicia, pundonor e inteligencia», censura Antonio Valdecantos. «’¡Que se enteren estos catalanes, que sólo piensan en el dinero! ¡Pues van a ver lo que vale un peine y cómo nos las gastamos los de mi pueblo!’. Estos sentimientos son, por fortuna, privativos de la España más casposa».

– ¿Ha provocado el procés, más allá de boicots, una desafección de los españoles hacia los catalanes?

– Eso, lamentablemente, sí. La concordia nunca ha sido demasiado esplendorosa, pero la hispanofobia del independentismo catalán, francamente plagada de odio, se está devolviendo con la misma moneda, lo cual va a traer consecuencias poco halagüeñas en el futuro.

¿Ha vuelto el orgullo español para quedarse o es puntual la hostilidad entre catalanes y el resto de España?

«Es que lo de Cataluña no es algo puntual», responde ahora Carmen González. «Es el suceso político más importante que ha afectado a España desde el golpe de Estado de Tejero. Yo nunca he visto mayor interés por la política nacional como ha ocurrido con lo de Cataluña y creo que esto lo vamos a tener muy presente durante muchos, muchos años».