Las virtudes V (La virtud de la Caridad II)

El precepto de la caridad cristiana nos obliga a amar a todos los hombres sin excepción. Todo amor para que sea obra de la caridad ha de tener su origen en el amor a Dios. Hemos de amar al prójimo por ser hijo de Dios y hermano nuestro. Ese amor ha de ser efectivo, manifestándose al exterior en obras que les beneficien, aprovechando las ocasiones que se nos presentan o, que nosotros buscamos, para hacer el bien que desearíamos para nosotros. También hemos de poner el corazón en lo que realicemos por los demás, es decir, hacerlo con alegría y con afecto

Juan Evangelista, el discípulo amado de Jesús, siguiendo las enseñanzas del Divino Maestro, da el amor al prójimo como señal del amor a Dios: “Si alguno dijere: Amo a Dios y odia a su hermano (a su prójimo), es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve” (1Jn.IV, 20).

La caridad tiene sus grados y ha de seguir un orden. Ante todo debemos amar a los padres, hermanos y a los parientes más cercanos; después a los superiores, amigos y a aquellos que se ocupan de nosotros y nos hacen bien, etc. Las necesidades espirituales propias y de los demás han de tener preferencia sobre las temporales pero, en todo caso hay que atender primero a la más apremiante.

Por el mandamiento general de la caridad debemos amar a nuestros enemigos, puesto que todos los hombres son nuestro prójimo. Si son malvados y perversos, hemos de aborrecer sus vicios y maldades, pero siempre debemos amarlos personalmente y rogar a Dios para que se conviertan.

Jesús nos dijo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y rezad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores”. “Tratad a los hombres de la misma manera que quisierais que ellos os tratasen a vosotros. Porque si amáis sólo a los que os aman ¿Qué premio vais a tener? ¿Acaso no hacen esto mismo también los publicanos y pecadores? Si saludáis solamente a vuestros amigos, ¿qué hacéis de más? ¿Por ventura no hacen también esto los paganos? Si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué gratitud se os debe?” (Mat. V, 43-47).

Con este mandato nos pide Jesús, el Hijo de Dios, que les perdonemos las ofensas que nos hayan hecho y que estemos dispuestos a socorrerles en sus necesidades, e inclinados a quererles bien, como hijos de Dios que son y, por tanto, nuestros hermanos.

Las obras de misericordia son actos de caridad con los que manifestamos a los demás nuestro amor. Las principales son catorce: siete espirituales y siete corporales que están dirigidas a remediar las necesidades del alma las primeras y las del cuerpo las segundas.

Las espirituales son: 1ª Enseñar al que no sabe. 2ª Dar buen consejo al que lo necesita. 3ª Corregir al que se equivoca. 4ª Consolar al triste. 5ª Perdonar las injurias. 6ª Sufrir con paciencia las molestias de los que viven junto a nosotros. 7ª Rogar a Dios por los vivos y los muertos.

Las corporales son: 1ª Visitar a los enfermos. 2ª Dar de comer al hambriento. 3ª Dar de beber al sediento. 4ª Vestir al desnudo. 6ª Redimir al cautivo. 7ª Enterrar a los muertos.

La caridad cristiana ha de manifestarse con obras de misericordia, tanto espirituales como corporales, ejercitándolas en la medida que podemos con los medios de que disponemos. Por mandato de Dios hay obligación grave o leve de practicarlas según nuestras posibilidades y la gravedad y urgencia de las necesidades de los demás.

Toda obra buena realizada por amor a Dios y a los hombres es meritoria, es decir, aumenta la gracia de Dios en nosotros y da gloria a Dios; es satisfactoria, ello quiere decir que sirve para pagar la pena temporal que originan nuestros pecados ya perdonados por la confesión; es propiciatoria, es decir se ofrece para honrar y pedir perdón a Dios; es impetratoria, sirve para obtener la gracia de la conversión y de la perseverancia. Estos dos frutos pueden alcanzarse aunque esté uno sin confesar; y es por último satisfactoria, que quiere decir que se pude aplicar en beneficio de otros vivos o difuntos.