En esa desconsideración al mayor se engendra uno de los pecados más ignominiosos del ser humano, la soberbia. Y un día llegará y ese joven será también mayor
Al regreso de las vacaciones un compañero me ha contado entusiasmado su experiencia como voluntario en la selva amazónica, en una misión que regentan los jesuitas. Mientras lo escuchaba, me vino a la memoria una pregunta que el director de recursos humanos de una gran compañía solía hacer a los jóvenes en su primera entrevista de trabajo en aquellas ocasiones en que presumían de haber hecho voluntariado: ¿Cuándo fue la última vez que visitaste a tu abuelo? Las respuestas retrataban muy bien el perfil del aspirante.
En la sociedad líquida en la que vivimos, se opta más por el inauténtico viaje a un lugar remoto a hacer voluntariado que a visitar al abuelo que está sentado en su casa, a la vuelta de la esquina. Con el agravante que esa supuesta colaboración en ocasiones se vuelve muy ineficaz. Una monja amiga me comentó que cada vez que, en su misión, allá en Mozambique, le anunciaban que llegaba un voluntario desde España se echaba la manos, a la cabeza: «Le tenemos que dar habitación y comida, estar pendiente de él para que no le ocurra nada, nos ocupa la línea de internet, se pasa el día haciéndose fotos con los nativos como si esto fuese un parque temático y, cuando se va, no nos ha ayudado en nada». No deja de ser otra forma de hacer turismo, en este caso supuestamente solidario.
Lejos de mí el desalentar o afear a quienes les anima la entrega y la generosidad de ir a colaborar en su tiempo libre con religiosos misioneros o bien con ONG entregadas a causas nobles. Pero la realidad en ocasiones es tal y como me lo describió esa misionera española, y la paradoja surge cuando el abuelo se queda todo el mes de agosto solo, instalado en una larga espera al sol.
Un abuelo es un tesoro. Es la obra de arte que se esculpe a lo largo de los años y que atesora una sabiduría que con frecuencia sus descendientes desprecian. En esa desconsideración al mayor se engendra uno de los pecados más ignominiosos del ser humano, la soberbia. Y un día llegará y ese joven será también mayor y probablemente recoja la soledad que sembró y los atardeceres serán esas largas esperas a que un nieto se acerque a visitarle y hasta es posible que regrese de un horizonte lejano, donde estuvo haciendo voluntariado, mientras dejaba carcomer su memoria en una soledad infinita, cuando el tiempo se encuentra con el tiempo y él está más solo.
Nota final: no dejes de visitar hoy a tu abuelo, será tu compañía más sincera. La semana que viene hablaremos del Gobierno.